Nos dicen que la interminable lista de escándalos de corrupción que afectan a la clase dirigente, política, empresarial o sindical, son la secuela de los años del crecimiento económico y la burbuja inmobiliaria. También dicen que no volverá a repetirse porque el oprobio, la vergüenza pública y las supuestas penas de cárcel que les esperan, han servido de aviso a quien, a partir de ahora, quiera apropiarse de lo público.
Desgraciadamente, la avaricia, la sensación de impunidad que acompaña al poder, la pertenencia a una casta de intocables, son condiciones ligadas a la naturaleza humana, tan profundas que no escarmientan en cabeza ajena. Sobre todo, cuando se desprecia al pueblo soberano al que se considera poco menos que un rebaño al que se puede mentir sin rubor. El escándalo del «rebaño», es decir, de la opinión pública, se desprecia. Solo pelean por conservar lo robado.
Si, además, nuestra Justicia es tan garantista con los ladrones de guante blanco, que pueden pagarse los mejores bufetes de abogados, y tan estricta con el que roba por necesidad, la posibilidad de acabar en prisión es remota. Porque, lo más grave de las corruptelas conocidas en los últimos tiempos, el caso Urdangarin, la Gürtel, los ERES, el desfalco de las Cajas de Ahorro y las tarjetas de crédito en negro, es que sus beneficiarios eran gente que pertenecían a la casta de los «bien comidos». Ninguno tenía necesidad de asaltar la caja común, esa a la que contribuimos todos con nuestros impuestos.
Solo el convencimiento de la impunidad total, ligada al hecho de que los «suyos» ostentaran el poder, llevó a Rato y a Blesa a seguir tirando de tarjeta cuando ya habían sido cesados. ¿Cómo mis poderosos amigos, que tan pringados están como yo en otras corruptelas, no van a taparme y protegerme?
Y se tapó, ¡vaya si se tapó! Tanto que de no mediar una mail indiscreto en el que un responsable preguntaba a otro si había destruido cualquier información sobre las tarjetas en negro, nunca se habría descubierto.
Y así, la avaricia, la más absoluta falta de ética y la convicción de que el poder sirve para forrarse, ha llevado a parte de la clase dirigente a querer colocarse en las instituciones para desvalijarlas.
Las publicitadas medidas anticorrupción que el Gobierno de Mariano Rajoy pretende aprobar antes de fin de año no servirán para nada, si no se afronta una reforma del Código Penal que castigue con severísimas penas a los representantes públicos que se aprovechen de su cargo para asaltar el patrimonio de todos.
Solo el miedo a una castigo ejemplar cortará de raíz la natural tendencia a pensar, por parte de estos «bien comidos», que pueden robar simplemente «porque yo lo valgo».
Solo el día en que uno de ellos sea condenado a veinte años de prisión, los demás aprenderán la lección. Esa lección que formaba parte de una asignatura que se llamaba «Educación para la Ciudadanía» y que se suprimió porque los del PP consideraron que no hacía falta.
Victoria Lafora