lunes, septiembre 23, 2024
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Ben Bradlee: «Muerte de un periodista»

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Seguro que Ben Bradlee, que de cenizo no tenía nada, no quería que diéramos esta noticia. Pero desgraciadamente el gran director del Washington Post ha muerto a la respetable edad de 93 años. También Bradlee era de la escuela según la cual un periodista no debe ser noticia, de manera que se tiene que estar removiendo en la tumba, indignado con lo que estamos escribiendo estos días.

No creo que tenga Bradlee un funeral de Estado, ni muchas zarandajas. Pero sí merece una reflexión sobre este asendereado oficio de los periodistas, que momentos tan bajos vive, aprovechando la ocasión que nos pone en bandeja el director que llevó al periodismo a sus más altas cotas de dignidad e influencia.

Muchos serán los que se apuntarán al legado de Bradlee, aunque no tengo tan claro que todos ellos hayan leído y entendido su memorable “Vida de un periodista”. Un volumen de memorias apasionante, vívido, revelador y divertido porque al primero al que no se toma muy en serio es a sí mismo. Justo lo contrario de lo que hacen esos que hoy se apuntarán al carro Bradlee.

La mejor definición que uno ha oído de esta profesión se la soltó un agente de estupefacientes de la Guardia Civil en la apocalíptica frontera de Melilla de finales de los 90 al enorme fotoperiodista Roberto Villagraz. Con gesto despectivo y la colilla en la comisura de los labios soltó: “Periodistas… los que comen caviar para llevar los garbanzos a casa”. Clavado, oiga.

Bradlee tomó paletadas de caviar. Era un pijo eatoniano de Boston que se avino a periodista, algo poco valorado en las clases altas. Amigo de JFK, emparentado con lo más granado de la sociedad, a la hora de la verdad sus camaradas eran tipos ceñudos y desgreñados como Walter Pincus, Martin Wail o Richard Coen. Su visión irónica, de falsa frivolidad de la vida, propia de quien se destetó con jamón de jabugo, nunca enmascaró su fuerte convicción del verdadero papel del periodista.

En las memoria de Bradlee aparecen también otros dos greñudos: Woodward y Berstein. No es que los trate como si fueran premios Nobel, más bien retrata exactamente lo que eran dos redactores de mérito del Post de finales de los años 60. A los que miraba con su desdeñoso afecto y la condescendencia por quienes buscan abrirse paso y dan muchos problemas. Benditos problemas. Las informaciones del Watergate no las traía un reportero consagrado, sino dos periodistas del pelotón de reporteros del diario de Washington DC. Ese es el mérito que uno le ve al director Bradlee. Aguantar un pulso al poder con los mimbres que le dan dos redactores rasos demuestra su fe en el trabajo de campo, el de la base, de los que se dejan las pestañas mirando papeles y llamando por teléfono, incansables, cuando la noche cae en la ciudad, la gente se va marchando de la redacción y el mal rollo por no estar en algún lado cálido (o con una cerveza fresca) empieza a abrumar. El síndrome de las sillas que se quedan vacías, y dejan ya solo el aromilla de humanidad en las amplias salas que son una redacción.

Las informaciones del Watergate no las traía un reportero consagrado, sino dos periodistas del pelotón de reporteros del diario

Todo ese aire se respira en su memorable “Vida de un periodista”, principal obra de consulta ahora sobre un plumilla que sufrió alzehimer en los últimos años de su vida.

Un periodista inconformista con lo convenido. En uno de los capítulos habla de la Guerra de Vietnam, todo un reto en el momento. Como todo acontecimiento, el mérito es ver en el momento, al instante, la trascendencia del asunto, no a toro pasado. De eso servidor, al que mandaron a Galicia en pleno hundimiento del Prestige para que indagara si esas navidades iba a subir el precio del marisco, puede escribir un libro. Vietnam era un marrón en crecimiento y el Post había enviado a su corresponsal de Defensa a cubrir los acontecimientos. Bradlee pronto vio que su veterano corresponsal no estaba en la onda de lo que sucedía en el país. “Contaba la guerra como lo hubiera hecho Von Clausewitz”, escribe. Lo mandó enseguida de vuelta a casa (algo que seguro que agradeció el corresponsal en el Pentágono) y envió a un joven reportero, que triunfó. La sociedad reclamaba un enfoque de interés humano, no político ni estratégico miltar.

El mérito es ver en el momento, al instante, la trascendencia del asunto, no a toro pasado

Valentía, apreciar el trabajo de base, poner en valor a sus reporteros. Para venir del ambiente más elitista de Boston, no estaba nada mal, además de su fea costumbre de poner siempre los pies encima de las mesas de trabajo, algo que solo hacemos con propiedad los proletarios. El Watergate tuvo su punto, pero mejor fue convertir a su periódico el líder de influencia en Estados Unidos. Bradlee, que era guapo y chulito, nunca se tiró el pisto más de la cuenta. Al fin y al cabo, sabía que un periodista nunca debe ser el protagonista ni noticia. Para serlo, seguramente, te tienes que morir.

 

Joaquín Vidal

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