Somos muchos los que hemos visto en el Papa Francisco el renacer de aquella esperanza que se levantó como una brisa fresca en el Vaticano II y que los oscuros poderes de la curia fueron taponando para que nunca se renovara el aire de una Iglesia que no parecía querer entender que el mundo había cambiado. Sólo reprocho -y permítanme esta broma que la digo en serio- que aquel Concilio diera entrada a las guitarras adolescentes en las misas. El resto fue esperanza, desgraciadamente un amago de esperanza.
Y llegó Francisco y como quien no quiere la cosa, empezó a decir que si esto, que si lo otro, que tal vez había que reflexionar de puertas para adentro y cada vez daba un paso más y hacía un gesto nuevo y muchos sonreímos porque tal vez con él sí puede ser posible. Desde el humilde agnosticismo agónico en el que vivo, he visto como la Iglesia se fracturaba entre lo que unos llamaban «bases» frente a la ortodoxia radical y sin concesiones de la otra Iglesia, la oficial, tan alejada en tantas cosas de la realidad que parecía incompatible con los tiempos que avanzaban infinitamente más deprisa. Y entre las dos figuras, entre la de Juan XXIII y Francisco, demasiados escándalos, una muerte aún no explicada del todo y el carisma indudable de Juan Pablo II, pieza fundamental en la caída del comunismo, el Papa eslavo que llegó de lejos -como él mismo dijo- para bien en muchas cosas y tal vez no tanto para otras. Pero vamos a lo que nos ocupa y preocupa hoy. Cuentas las crónicas que en el Sínodo extraordinario de los obispos sobre la familia convocado por el papa Francisco, ha habido sus más y sus menos. No se ha llegado a lo que se llegó en el Vaticano II -donde un grupo de cardenales encabezados por los franceses amenazaron con abandonar si continuaban las presiones de los «ortodoxos»- pero sí se ha dado algo que sorprende y entristece: los herederos de ortodoxia inmovilista siguen ahí y hasta han ido a «chivarse» al Papa emérito -el gran teólogo- de las cosas escandalosas que se estaban discutiendo con el visto bueno del Papa reinante. Menos mal que Ratzinger, como no podía ser de otra manera, les ha despedido educadamente aunque sin demasiadas contemplaciones. ¿Y dónde estaba el escándalo? ¿Qué inspiraba el Papa Francisco para causar tantísimo revuelo? La respuesta es desalentadora.
Que los divorciados católicos casados nuevamente pudieran recibir la comunión, las uniones de hecho, las de personas del mismo sexo, la atención a los hijos de esas parejas etc. o sea: la vida. Naturalmente no todo esto se ha aprobado, claro, pero al menos se ha discutido y se ha puesto sobre la mesa una realidad de la que la Iglesia ya no puede ni escapar, ni ignorar, ni condenar sin más como hasta ahora venía haciendo. En 2015, en un Sínodo ordinario, se llegarán a conclusiones definitivas. Pero al menos los más conservadores -tantos y con tanto poder- han tenido que mirar de frente la herida por la que viene sangrando el Vaticano sin que nadie, hasta la llegada del Papa argentino, haya sido capaz o haya consentido poner fin a la hemorragia. Y no sólo eso: por orden de Francisco van a ver la luz todo todos los argumentos, los que defendían el inmovilismo pero también los que pedían lo que en su día dijera Suarez aunque él se refería a la política: elevemos a categoría de ley en la Iglesia lo que es normal en la calle, esa calle por la que transitan tantos católicos de buena voluntad oficialmente excluidos y expulsados por los miedos vaticanos.
Andrés Aberasturi