Si excluimos a Artur Mas y Oriol Junqueras -y aun en ambos casos habría que hablar con sus psicoanalistas- y, claro, a la presidenta de la Asamblea Nacional catalana, no conozco a casi nadie que no hable del enorme dislate de los caminos por donde discurre la política en Cataluña. Desde Josep Antoni Duran i Lleida hasta la nueva 'revelación' de Podemos, el muy joven Marc Bertomeu, pasando por Albert Rivera, Alicia Sánchez-Camacho, Miquel Iceta, Joan Herrera, el botiguer de la esquina, los empresarios grandes, medianos y pequeños, los jubilados y jubilables, los parados, los futbolistas menos Guardiola y otro. Todos menos ellos, quitando a esos dos y a sus voceros muy fieles, sean independentistas o no lo sean, me parece que piensan que la hoja de ruta tiene demasiadas curvas, cuestas que no se justifican, que faltan (y sobran) señales de tráfico. Claro que yo no puedo hablar por el conjunto de los catalanes y, menos aún, por el conjunto del resto de los españoles, pero no me negará usted que la impresión general que todos sacamos del proceso, una vez deslindados los esfuerzos publicitarios de quienes sabemos, es esa: ¿quo vadis, Artur? ¿No sabe el molt honorable president de la Generalitat que convocar unas elecciones para perderlas es un absurdo como la copa de un pino, sobre todo cuando es imprevisible lo que va a ocurrir a continuación?
Convocar unas elecciones para perderlas es un absurdo
Pues no, no parece saberlo. Mas es rehén de Esquerra, de la señora Forcadell, de su resentimiento hacia cómo ha sido tratado 'en Madrid', de su propio mesianismo, de su pasión por convertirse en Companys aun a costa, si preciso fuere, del martirio. Y es también rehén de sus mentiras y de sus huidas hacia adelante. Alguien que asegura que 2014, el año en el que las vergüenzas de Pujol y familia (y no solamente de esa ex honorable congregación) quedaron al descubierto, ha sido «un gran año» para Cataluña es que nos toma por mentecatos o… bueno, viceversa. Alguien que desafía a la lógica y a las advertencias que llegan de Francia, de Gran Bretaña, de Berlín, de Bruselas, del FMI, del BCE, gritando más que susurrando que, con la secesión, Cataluña se la juega, es persona que no merece confianza. Alguien que hace no tanto abominaba del independentismo y ahora dice lo que dice y hace lo que hace, no puede ser tomado en serio. Y, sin embargo, no nos queda más remedio que constatar que, cuando despertemos de este mal sueño, la pesadilla Mas, como el dinosuario de Monterroso, estará ahí.
Pero no culpemos solamente a Artur Mas. Ni a Mariano Rajoy, que permanece callado y, por tanto, como ausente, que diría Pablo Neruda, ante el tsunami que se está desatando. Y, si tiramos de la historia reciente, no culpemos solamente a Zapatero y a sus manejos con el Estatut, con Maragall, con Montilla -maaaadre mía-, de lo que ocurre, ha ocurrido y ocurrirá. Ni siquiera culparía yo en exclusiva a Esquerra Republicana y a sus actuales y pretéritos mandamases, desde aquel Heribert Barrera de talante adusto hasta este Junqueras tan peculiar, vamos a llamarlo así, con su disfraz de dirigente político; tengo para mí que ERC es gran responsable de todas las desgracias que históricamente han caído sobre Cataluña, incluyendo aquel 'Estat Catalá' que en 1934 duró diez horas y acabó con el bombardeo de la Generalitat.
Ya digo: ninguno de ellos es el culpable en exclusiva del actual estado de cosas en una Cataluña que se interroga qué hacer a partir de ahora: una derrota del independentismo el 27 de septiembre -y es probable que eso ocurra, entre otras cosas por la presencia de Guanyem y Podemos, una opción amenazante para el secesionismo– significará un vuelco social para toda una clase política, que quedará reducida casi a cenizas, en medio de una enorme sensación de ridículo. Una victoria de la independencia comportará una fractura tan seria en el cuerpo social catalán que casi ni me atrevo a pensar en las últimas consecuencias.
Y esto es algo que no han medido ni Mas, ni Junqueras, ni, parece, los políticos instalados en la poltrona 'de Madrid', ni algunos artistas refugiados en un silencio cobarde, como ciertos empresarios, algunos notorios y rentables bufetes o casi como usted y como yo, que formamos parte de una sociedad civil callada, sufriente y que intuye que aquí va a pasar algo gordo, porque todos somos culpables y no estamos moviendo un dedo, más allá de lanzar unos cuantos gritos de angustia, para que las cosas cambien. Pues qué bien…
Fernando Jáuregui