Al prolífico Álvaro Cunqueiro le gustaba mucho, antes de pasar por la redacción del Faro de Vigo, acercarse al Mercado da Pedra y tomarse sin prisas, acompañando un tazón de un Ribeiro algo traidor, media docena de esas buenas ostras que sólo pueden encontrarse cerca de la ría. Solía decir que la ensoñación que provocaba tan excelente aperitivo le ayudaba a elegir con tino el pseudónimo que mejor le convenía para firmar la columna del día siguiente. Porque Cunqueiro, era, en efecto, escritor prolífico pero sobre todo camaleónico. Era muy aficionado a mudar de personalidad, casi a diario, como el que se cambia de traje. Tanto era así que parece que le bastaba, nada mas entrar en cualquiera de las tabernas del puerto, con despojarse de la gabardina y el paraguas siempre chorreantes, para transformarse en cualquier otro de sus personajes preferidos.
Con aparente facilidad y con notable desparpajo Álvaro Cunqueiro escribía sobre cualquier asunto que ese día le hubiera llamado la atención. Normalmente sobre cosas menudas, a veces entrañables, que evocaba en el breve trayecto bajando desde su casa al puerto y luego de vuelta hasta la redacción del periódico en la rúa Colón.
El asunto podía surgir al contemplar un instante las manos llenas de sabañones de la ostrera que, ya indiferente al frío, abría sobre el mostrador de mármol en plena calle docena tras docena. También podía aparecer al escuchar el carrillón algo cansino de la esquina de los cuatro bancos que, con perseverancia digna tal vez de mejor causa, lanzaba cada media hora los acordes de una tonadilla popular. Quizás el meollo del artículo procedía del recuerdo de aquellas siniestras rejas de los sótanos, apenas entrevistas al pasar por la mañana delante de los juzgados justo antes de entrar a desayunar en el café.
Más raramente esas evocaciones provenían de los tiempos de la Guerra Civil, o de los años de entusiasmo falangista. Quizás pensaba entonces que mejor sería que permaneciesen al margen de ese desenfreno articulista y también que no se mezclasen con las actividades de los muchos Cunqueiros que en Cunqueiro convivían. Y es que, en aquel entrañable Vigo, siempre era mejor saborear media docena de ostras, o una fuente de mejillones del Cabo de Cruz, que perderse en divagaciones excesivas, ya fuera en las páginas del periódico o en tertulias de boticas prodigiosas, en las que participaba no sólo el hombre que se parecía a Orestes sino incluso el propio mago Merlín.
Ignacio Vázquez Moliní