lunes, noviembre 25, 2024
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El discurso de Estocolmo

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Mucho se aprende releyendo las palabras que cada año, en nombre de todos los premiados, preparan los galardonados con el Nobel de Literatura no sólo para agradecer la distinción, sino sobre todo para resumir una visión personal de lo que representa la creación literaria.

Se aprende, por ejemplo, que afortunadamente los criterios de la Real Academia Sueca para otorgar el premio han ido variando a lo largo de los años. Han quedado lejos aquellos tiempos en los que se distinguía alegremente a Echegaray, no por sus evidentes méritos en el campo de las matemáticas o por el acierto de sus decisiones como ministro de Hacienda, sino por el más que discutible de sus obras teatrales. También se han superado los años en los que se premiaba a Jacinto Benavente, que de naturaleza delicada como era, no tuvo energías ni ganas, al igual que Echegaray, para desplazarse hasta la gélida Estocolmo.

Juan Ramón Jiménez encargó al rector de la Universidad de Puerto Rico que recogiese el premio en su nombre. Redactó, eso sí, una breve nota en la que señalaba que la verdadera ganadora del Nobel había sido Zenobia, quien a lo largo de cuarenta años de apoyo constante e inspiración continua había hecho posible el milagro de su poesía. Afirmaba que, una vez desaparecida su mujer, pocas energías le quedaban para recibir premios.  

Otros fueron mucho más al grano. Gabriela Mistral, con una concisión ejemplar y en un inglés digno de elogio, recordó sobre todo que su poesía era parte de esa herencia común formada no sólo por los grandes poetas americanos, sino también por los castellanos y portugueses.

Años más tarde, con un componente ideológico mucho más evidente, Pablo Neruda anunció que su discurso sería una larga travesía, “un viaje por regiones lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes al paisaje y a las soledades del norte”. Sus palabras fueron cautivando al auditorio que acompañaba una insensata huida a caballo, desde el extremo sur de Chile hacia las llanuras argentinas, rememorando los ritos vitales de raíces pre-hispánicas de los pocos que atravesaban aquellas remotas sierras. Las ofrendas paganas, el valor de la hospitalidad, la amenaza constante de la naturaleza indómita revivían en aquel salón barroco de Estocolmo. Y también renacieron las intrincadas raíces de la poesía, cuya savia busca nutrirse en profundidades que el propio poeta desconoce.

“El poeta no es un pequeño dios. No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios”. Recuerda Neruda, eso sí, que fueron otros los que iniciaron el áspero camino, como Arthur Rimbaud, “el más atroz de los desesperados”, quien dejó escrito un verso famoso: “À l’aurore, armés d’une ardente patience nous entrerons aux splendides Villes”.

Tal vez sea ésta la profecía que ahora se cumpla, cuando estamos a punto de descubrir que no existe la ciudad espléndida y que a todos nos corresponde el deber de levantarla.

Ignacio Vázquez Moliní

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