domingo, noviembre 24, 2024
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Unamuno y la película Leviatán

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La película del ruso Andrey Zvyaginstev es mucho más que un alegato contra la corrupción putinesca. Esa es la lectura inmediata, obvia. Pero como en toda obra de envergadura hay muchas más historias entrelazadas. Kolya, el protagonista, es objeto de todas las posibles injusticias: la del poder (el Leviatán), la incomprensión de su hijo, la traición de su amigo, la deserción de su mujer.

El paisaje juega un papel fundamental en esta película, en la angustia vital de todos y cada uno de los personajes. ¿Por qué el director sitúa la escena en ese desolado extremo de Rusia? No es casual. Es un paisaje ajeno, racionalizado –es decir, destruido en pro de una industrialización y un aprovechamiento despiadados- en el peor sentido de la palabra. “Nuestra cansada y vagabunda tierra”, que dijo Miguel de Unamuno. Hay una crítica evidente a esa industrialización soviética (y no solo soviética) que ha dejado ruinas, despojos, arrasado un paisaje que originariamente era imponente. Pero ya ha sido convertido en algo hostil, en el enemigo que rodea todas esas vidas tristes, sin horizonte, incluso la del todopoderoso alcalde, que sólo hallan consuelo en el tabaco, el vodka y poco más.

En la  película, el paisaje nos produce una sensación de desamparo total. No hay escapatoria más que ese tren de Moscú. La naturaleza es negativa,”todo no es sino nada”, como dijo Unamuno en uno de sus poemas. Sólo un personaje pasajero, el pope pobre, habla de amor, de aceptación (como Job), en medio de una calle o camino ventoso, frío. Todos los demás han claudicado.

Sin árboles, sin luz apenas, sin color, el paisaje es una metáfora de la vida sin sueños ni ilusiones en la que los adolescentes, todavía puros, buscan refugio en una iglesia en ruinas, que significativamente conserva un fresco de la degollación del Bautista. La naturaleza es un despojo, abrumadora y sin orientación y el hombre necesita de referencia, de topología. Pero hasta para divertirse (beber y disparar) hay que recorrer cien kilómetros, sin que se sepa si es el norte o el sur de esa especie de población donde habitan. No hay sombras, todo baña en una especie de crepúsculo macilento, como de neon viejo y gastado.

Zvyaginstev no conoce probablemente a Unamuno, pero ha llegado a sus mismas conclusiones en cuanto al papel de la naturaleza y el paisaje en el alma desesperada del hombre. Unamuno decía que el paisaje modifica el carácter y lo modela, algo que el director ruso comparte. Una historia de corrupción podría haber sido filmada en cualquier sitio pues (como sabemos bien en esta Piel de Toro) aquélla es ubicua. Pero es que aquí, la naturaleza más que un escenario se convierte en protagonista junto al hombre expósito, repudiado. Parajes parecidos se pueden encontrar en Escocia, en Islandia, en Escandinavia, pero no tendrán ese aire cadavérico, de pura desidia y desesperanza. Ni siquiera el consuelo de la melancolía aparece en este paisaje, porque una concesión a la melancolía hubiera traicionado el propósito del relato.

La escena del posible suicidio de la mujer es grandiosa, incluso veremos evolucionar en las aguas oscuras una ballena (leviatán) oscura que parece el anuncio del trágico fin. De hecho, es el único animal vivo que aparece en la película, como el único monstruo salvado de un ‘diluvio lóbrego’ (Unamuno, en El Cristo de Velázquez), además de un esqueleto de ballena varado en la costa al que el hijo se acerca, sufriente.

La película tiene una carga insoportable de nihilismo, de la desesperación del ser humano ante una vida que no significa nada. Camus dijo en El Mito de Sísifo que sólo hay un problema filosófico verdaderamente serio, el suicidio. Y era también un gran lector de Unamuno, cuyos ecos de El extranjero, nos llegan en el destino trágico de Kolya. Este, indómito al principio, termina domeñado por el poder. Despojado de su casa, preso (desterrado), expulsado, alienado.

Para colmo del sarcasmo y la desesperanza, donde estuvo la casa expropiada, se construye una iglesia, templo de autoridades y de hipocresía, como revela el sermón final.

Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

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