Los partidos tradicionales están sumidos en una profunda crisis que es existencial. Si no rectifican, seguirán una pendiente peligrosa hacia su desaparición o serán sustituidos por quienes se atrevan a modificar unos comportamientos y unos intereses que son, sobre todo, particulares, de élites y oligarquías con compromisos con poderosos sectores económicos de las que quieren extraer rentas y beneficios.
César Molinas ha publicado un excelente libro, «qué hacer con España», editorial Destino, en el que analiza el proceso de creación de los partidos políticos a partir de la transición y su transformación hasta llegar a la crisis actual.
Lo sucedido en Madrid con la destitución manu militari de Tomás Gómez es paradigmático del proceso endogámico de los partidos y de la primacía de los intereses particulares y de las elites. El ya ex secretario general del PSM llegó a liderar su partido en un acto personal de designación de José Luis Rodríguez Zapatero que se saltó todos los procedimientos en ese acto. Luego vino una formalización ritual de una decisión personal. Podría decirse a Tomás Gómez, como en la Biblia, «el señor me lo dio, el señor me lo quitó; bendito sea su santo nombre». Un secretario le regaló el cargo y otro le quitó el juguete. En medio, una historia típica del sistema de partidos que tenemos y de la organización de castas y oligarquías alrededor de las autonomías.
Los socialistas madrileños llevan dos décadas alejados del poder. Cuando lo obtuvieron, la conexión entre mafias económicas con intereses locales y el Partido Popular le arrancó a Rafael Simancas la presidencia de Madrid.
El proceso posterior es sencillo. Llegó Gómez, obtuvo su cuota de renta en procesos como Caja Madrid, invirtió como un desaforado en el tranvía de su pueblo y redujo el partido a la mitad de los militantes, al grito de «pocos, pero fieles».
Electoralmente, la época de Tomás Gómez al frente del partido ha sido una pendiente continua hacia la irrelevancia. En honor a la verdad, a Gómez le devoró siempre Esperanza Aguirre. Y los pronósticos para las próximas elecciones eran sencillamente catastróficos. Y, en eso, llegó Pedro Gómez y mandó parar.
Madrid es un punto negro en la geografía del PSOE. Pero no es el único problema que se ha creado en la transformación del partido en un universo de taifas creadas alrededor del poder autonómico. La tecnología de promoción de élites a partir de la perversa formación en Juventudes Socialistas ha generado profesionales de la política, sin vida profesional al margen del partido y con una querencia irresistible a blindarse en ese poder obtenido. Sencillamente se aferran a sus cargos porque es su único sistema de vida.
Llegado el punto, lo importante no es ganar, sino permanecer en el puente de mando del partido esperando la oportunidad de obtener poder institucional. Los instrumentos de esta depravación han sido unas instituciones autonómicas sobredimensionadas, perfectas para el clientelismo y la colocación de los sumisos; el poder económico que le dio a los partidos la gestión urbanística combinada con el control de las Cajas de Ahorros, que han terminado por explotar a causa de ese clientelismo y, por último, la pérdida de unidad de los partidos y la consolidación de los barones territoriales como verdaderos y todopoderosos administradores del poder. Si el líder máximo quiere permanecer, tiene que pactar con los barones.
La autonomía debería ser, sobre todo, una manera de acercar y permitir el control de los ciudadanos sobre las instituciones. En realidad se ha convertido en la forma de secuestrar la soberanía nacional para intereses particulares y de grupos. El líder da una consigna y la maquinaria del partido responde. No interese la meritocracia sino la subordinación aunque sea de los mediocres. Quien obedece, progresa.
En el Partido Popular las cosas no están mejor. Plagado de corruptos gestores locales y municipales, se preserva la voluntad del líder máximo gracias a un cesarismo que ni siquiera mantiene las formas.
Mariano Rajoy exhibe su poder personalismo incluso demostrando que no solo nombra a los candidatos sino que además tienen que pasar por la humillación de la incertidumbre. Esperanza aguarda el resultado de un partido en el que ni siquiera se le permite jugar.
Las heridas producidas por estas enfermedades de los partidos están en el epicentro del misterioso crecimiento de Podemos. Eso de momento, porque las élites de este partido también funcionan como casta. Y han empezado el proceso de desalojar a quienes no sean sumisos.
Las consecuencias son sobre todo en el abandono de los electores. Y, hasta ahora, los grandes partidos no han reaccionado. Por una razón muy simple que es una ecuación de naturaleza matemática. Para salvarse mediante una transformación que les permitiera recuperar la legitimidad ante la sociedad tendrían que hacerse el harakiri. Destruir sus entramados de control y de poder. Abrir las ventanas de espacios irrespirables para la vida democrática. Traspasar el control con limpieza a los militantes. No lo pueden hacer porque la resultante sería un partido en el que no tendrían espacio. Perderían todo su poder. Y están dispuestos a una eutanasia lenta para que el poder que ejercen, aunque cada vez sea menor, no se pierda para siempre.
Hay una vieja y excelente novela en la que un grupo de militantes se vigilan tanto entre sí, en un proceso, que termina depurando a todos menos a dos. Por supuesto, al final pactan.
Hay que esperar a ver si Pedro Sánchez quiere algo más que controlar un partido que se le escapa. Los feudos más poderosos le quieren limitar. Prefieren que pierda el PSOE Con tal de que no gane Sánchez y se consolide para por lo menos una década.
El caso de Susana Díaz también es de manual. Hija de las juventudes socialistas, fue designada para suceder a quien se tuvo que ir a todo correr. Y ahora Susana calcula sus posibilidades camino de todo el poder de la presidencia de España. Nada nuevo.
Si Sánchez quiere salvar al PSOE de su irrelevancia tendrá que seguir sulfatando el partido en cada rincón de España. Pero no para sustituir un control por otro. Para generar un nuevo PSOE del que sean dueños, de verdad, sus militantes. ¿Será posible?
Carlos Carnicero