Parece que hay una cierta complacencia entre todos los que critican a Podemos desde el centro, centro izquierda y, por supuesto, derecha en pedir a Bruselas y en Bruselas mayor dureza y más humillación al gobierno griego de Syriza. Como he sido y sigo siendo radicalmente crítico con los programas o casi-programas de Pablo Iglesias y Alexis Tsipras, me parece ético aclarar que una cosa es que a muchos nos parezcan inviables y populistas las medidas de ambos y otra muy distinta que busquemos la humillación de nadie. Y no sólo eso; uno tiene escrito por ahí hace ya mucho tiempo lo que ahora ha reconocido nada menos que el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Junker sobre el pecado de la Troika «contra la dignidad de los ciudadanos de Grecia, Portugal y a menudo en Irlanda también», y añadía que la Historia, más pronto que tarde, «tendrá revisar el funcionamiento de esta tríada».
Por su parte el jefe negociador de la dichosa -y ya fantasmal- Troika por parte del FMI, Paul Thomsen, reconocía que hasta ahora el ajuste del país heleno se ha basado «demasiado» en recortes salariales que consideró «injustos» porque además no había ido acompañado por un descenso equivalente en los precios. Y es verdad. Cuando estalló la crisis y toda Europa -menos Zapatero- empezó a tomar medidas, con Grecia sobre todo se hicieron demasiados experimentos, se estrujó tanto el limón que al final ni había zumo ni había limón. Y en aquel desastre floreció el populismo de Syriza. Pero dicho lo dicho y reconocido que las cosas no se hicieron bien, también es justo recordar que los gobiernos griegos falsearon sus cuentas para entrar en la UE, tenían un sistema fiscal -por llamarlo de alguna manera- prácticamente tercermundista y la mitad de la población vivía a costa del estado, algo absolutamente insostenible y que a la fuerza tenía que explotar en cuanto se anunció la crisis.
Tsipras ha cedido en sus pretensiones y ha dado marcha atrás en su radicalidad
Así que no hay ni vencedores ni vencidos en esta dialéctica en la que se han enfrascado el populista Tsipras y su peculiar ministro de economía y la canciller Merkel, radical defensora de una austeridad que ya se ha visto no produce los milagros previstos, y que está secundada y arropada curiosamente por los gobiernos más económicamente débiles que son los que reclaman venganza con más entusiasmo.
Ahora el problema entre Europa y Gracia es más político-lingüístico que económico. Soluciones económicas siempre hay y se pueden encontrar; más difícil es acordar las palabras de los acuerdos, los textos de las resoluciones, los sinónimos adecuados o la ingeniería gramatical para que nadie quede del todo mal: ni Berlín/Bruselas ante sus exigencias, ni Syriza ante su electorado. Pero lo cierto es que el Gobierno de Tsipras ha cedido en sus pretensiones, ha dado marcha atrás en su radicalidad y se enfrente a sectores de sus bases que no aceptarían un pacto que durante tanto tiempo fue la bandera que unió al descontento.
No es fácil encontrar una salida porque nadie quiere perder y para eso Grecia tiene que ser la que más baje el diapasón y no sé sabe hasta donde están dispuesto a llegar para evitar lo que, de otra forma, sería inevitable. Vamos a intentar llevarnos bien, que le decía el paciente al dentista al que había agarrado de sus partes. Si unos no se empeñan en usar el torno más de los necesario y el otro puede llegar a los mismos acuerdos con otras palabras que salven su dignidad, es posible que todos salgamos ganando. Pero que tome nota todos de algo que Gustavo Adolfo Bécquer planteaba en una de sus «Rimas»: «Lastima que el Amor un diccionario / no tenga donde hallar / cuándo el orgullo es simplemente orgullo / y cuando es dignidad». Pues eso.
Andrés Aberasturi