El otro día, paseando temprano de camino a nuestras obligaciones, me comentaba un amigo con quien, además de tomar café, suelo discutir más sobre lo humano que lo divino, que merecería la pena escribir un volumen contando las calamidades en las que sin comerlo ni beberlo muchos escritores se han visto involucrados.
Venía este comentario a raíz de lo que uno hace pocas fechas contaba sobre un Pío Baroja alejado de su ambiente natural, esto es, la mesa camilla y las pantuflas de fieltro, para verse de repente convertido en fugitivo que escapa sin pasaporte válido ni salvoconducto oficial. Aparte de los casos que a todos vienen a la memoria, quizás los poetas Antonio Machado y Miguel Hernández, me recordaba mi amigo otros similares en el mismo espacio temporal de los que habíamos hablado, como Ramón J. Sender y Max Aub.
Tal vez tuviera razón mi buen amigo. Alguien tendría que escribir ese libro, del que mucho y bueno aprenderíamos sus lectores. Muy larga sería la lista de escritores que llenarían sus páginas. Todos se caracterizarían por ser algo desvalidos, con flacas fuerzas, casi endebles, y escasas posibilidades de supervivencia en un mundo hostil para el que no estaban preparados.
Si fuera uno el que se lanzara a esa aventura incierta que es escribir un nuevo libro, empezaría recordando no a ninguno de los españoles sino a dos franceses. El primero sería Max Jacob, arquetipo del débil de extrema dignidad, pisoteado hasta la muerte por aquellos que acaparan la fuerza y hacen de ella su única razón. El segundo sería André Gide, no tanto por verse envuelto en su vejez en el caos de aquel Túnez hambriento y miserable, ocupado por las tropas alemanas e italianas en desbandada y bombardeado cada noche por las fuerzas aliadas, como por su viaje a Argel para encontrarse con el general De Gaulle.
El propio Gide cuenta en las páginas de su diario que el objetivo de esa cena con el héroe de la Francia nueva, en una deslumbrante villa dominando la hermosa bahía de Argel, no era otro que implorar el perdón para otro escritor, convertido por las circunstancias aciagas, que a unos empujaban al exilio y otros al silencio, en peón del mariscal Pétain.
Tenía dicho el general que había encontrado tan sólo una vez a André Maurois y que no volvería a verle nunca. Gide aseguró que si Maurois estaba equivocado era porque otros le habían engañado. Al margen del resultado incierto de esa gestión en favor de otro escritor – del verdadero adversario, por tanto -, cree uno que ese gesto es el que redime a todo un colectivo.
Ignacio Vázquez Moliní