Como dijo aquel, se puede engañar a todos alguna vez, o engañar a algunos siempre, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo. Eso es lo que le sucedió a Mariano Rajoy en el pasado Debate sobre el Estado de la Nación. Como el rey del cuento, sólo faltaba que alguien se atreviera a alzar la voz y decir lo que todos sabían, que el rey estaba desnudo, para que el castillo de naipes se viniera abajo. Y tan abajo. Tanto, que ni el CIS ha podido evitar hacerse eco del estruendo de la caída.
Y, sin embargo, era previsible.
Como dijimos hace una semana en estas mismas líneas, Mariano Rajoy acudió al Congreso con una única intención: convencernos de que el agua no moja, de que el fuego no quema, de que la crisis se ha acabado. Nada fuera de lugar en un Gobierno que desde el inicio de la legislatura se ha empeñado en convencernos de que la mejor forma de garantizar lo público (la sanidad, la educación) es privatizar, que la mejor forma de garantizar los derechos de los trabajadores es liquidar las leyes laborales, o que la mejor forma de transparencia es el plasma.
A eso ha quedado reducido su Gobierno: a una fábrica de ficciones con la que tratar de convencer al español de a pie de que él es el nuevo milagro y el único garante para poder llegar a la tierra prometida.
Claro que en la tierra prometida de Rajoy, los salarios no suben, al contrario, se desploman; los servicios públicos no mejoran, al contrario, empeoran; la deuda pública no baja, al contrario, se dispara; y la gente no emigra, se mueve exteriormente… Esa es la consistencia del relato de la salida de la crisis, un relato que hace más agua que un cesto de mimbre. Por inconsistente y por falta de crédito de un Gobierno que sigue negándose a admitir que ha sido incapaz de evitar tener que acudir a pedir un rescate bancario al exterior, aunque los 40.000 millones de euros que ha costado los estemos pagando a tocateja, con precariedad e intereses.
Y con estrambotes tan intragables como hacernos pagar con fondos públicos las deudas generadas por la salida a bolsa de Bankia, mientras esta hace gala de sus resultados millonarios. O mientras la antigua caja de Galicia presenta unos beneficios en solo un año superiores a todo lo que pagó el banco que se hizo con ella cuando la privatizó el Gobierno mientras el contribuyente español veía cómo se esfumaban 8.000 millones de dinero público. He ahí la eficacia del Gobierno Rajoy.
Si el primer milagro, el de Aznar, fue una farsa, el segundo milagro, el de Rajoy, está resultando sencillamente grotesco.
De ahí el exabrupto que bramó Rajoy contra Pedro Sánchez al verse desnudado en público. En realidad, lo que molestó a Rajoy no fue tanto que Pedro Sánchez le hubiera cantado las verdades del barquero, que también, sino la consciencia de que esa derrota solo era el inicio de la cuenta atrás, la que le llevará a abandonar La Moncloa en las próximas generales. Más que en Pedro Sánchez, Rajoy al pronunciarlas estaba pensando en sí mismo.
Tres tentativas para lograrlo, toda una vida para alcanzar la tan ansiada Presidencia que un insolente abogado de León le arrebató contraviniendo los designios del cuaderno azul aznariano y todo para acabar perdiéndola a las primeras de cambio. Demasiado humillante.
¿Y ahora qué?
Ahora que se vaya acostumbrando a una derrota inevitable de la que el debate solo ha sido el primer acto. Porque, como acostumbran por Génova, es esta una derrota en diferido.
José Blanco