Tal día como hoy, hace 35 años, el 14 de marzo de 1980, el doctor Félix Rodríguez de la Fuente perdía su vida en las blancas nieves de Alaska. La avioneta desde las que grababa unas imágenes para uno de sus incomparables programas se fue a tierra muriendo él y dos de sus colaboradores, Teodoro Roa y Alberto Mariano. Fueron muchos los españoles que lloraron su muerte. Yo entre ellos. Tenía entonces 15 años y no era precisamente un mozalbete de lágrima fácil.
Sin embargo hubo algo que no murió. La vibración de su voz que permaneció siempre en el interior de muchos chavales que, como yo por entonces, no nos perdíamos uno de sus programas. Programas de culto en el más profundo de los sentidos ya que los veíamos religiosamente, poseídos por una misteriosa veneración hacia aquello que se nos mostraba en aquellos programas y, sobre todo, por la forma en la que se nos contaba. Había algo, una suerte de arcano misterioso en aquellos documentales.
No eran solo las imágenes extraordinarias de la fauna salvaje. Eran ésos relatos con un estilo solemne de antiguo contador de historias. Eran también, por supuesto, aquellas músicas de Antón García Abril. Todavía hoy resuena en mí la música de esa escena fantástica del recental capturado por el águila real. Esa música, unida a esa escena te transportaba a mundos míticos, atemporales. Hace poco reconocí a García Abril en la estación del AVE de Zaragoza y le saludé. Le dije que no caía de rodillas ante él por aquellas músicas por no montar un espectáculo. Pero, ante todo, era la voz de Félix. Algo que se me ha quedado dentro como una especie de posesión nada diabólica. Algo que se nos quedó dentro a muchos que por aquel entonces, contagiados de la pasión, la fuerza y la fe que expresaba aquella voz quisimos dedicarnos a las cosas de la ecología. Porque lo mejor de Félix es que su fe en lo que hacía y su energía eran contagiosas.
Esa voz se me grabó a fuego en el alma y sigue viva en mí hoy
Por si hubiese sido poco haber visto aquellos programas de chaval, mi primer trabajo remunerado en 1986 fue un empleo temporal como naturalista en TVE y era… visionar programas de Félix a fin de identificar las especies para que esos planos se reutilizasen en un espacio que no es al caso citar, aparte de visionar horas de material inédito en bruto de El Hombre y la Tierra. Así que fueron semanas de horas y horas escuchando una y otra vez, de nuevo, la voz del doctor, las músicas… Esa música maravillosa que sonaba cuando se deshelaba la nieve en la primavera. Esa música que sonaba cuando el lobo, como un bandolero, corría en el horizonte. Esa voz que nos hablaba del abejaruco, del lirón careto, del lince, de maese raposo, de la nutria, del macho montés…
Esa voz se me grabó a fuego en el alma y sigue viva en mí hoy. Y seguirá siempre resonando en mí interior transmitiéndome la vibración de la trascendencia que anida en el soberbio espectáculo de un planeta viviente.
La familia del doctor recibió la triste noticia aquel día de marzo de 1980. Y fue doblemente triste, porque la recibieron cuando esperaban su llamada desde Alaska para felicitarle. Ese día era, precisamente, su cumpleaños. En lugar de recibir la llamada de su padre, aquellas hijas recibieron la noticia de su orfandad y aquella esposa, Marcelle Parmentier, la de su viudedad. Por una serie de extraña paradoja de la vida Félix fue a morir el mismo día en que había nacido. Espero que de algún consuelo pudiera sentirse acompañadas por el sentimiento de toda una nación. Porque Félix era una de las personas más queridas de este país, tan poco dado a admirar a algunos de los suyos.
Hace un par de días, precisamente, coincidí con una de las hijas del doctor, Odile, ya que los dos dábamos una charla en el Congreso Internacional de Educación Ambiental en el Ateneo de Madrid. Estuve por decirle que, de algún modo, me consideraba hermano suyo. Porque Félix dejó más «hijos». Hijos espirituales. Todos aquellos a los que transformó la vibración de su voz. Muchas de las personas que hoy se dedican a cuestiones ligadas a la conservación de la naturaleza confiesan haber sido poderosamente influidos por Félix.
Así que, de algún modo, Félix no murió. Vive todavía en muchas personas. Hubo algo que nació o que al menos no murió con su muerte. Ahí acaso podríamos ver algo simbólico, si bien sea solo literariamente, en que el día de su óbito fuese el mismo en que vino al mundo.
Su voz no era la de un orador de tantos, sino la de un mago
Poco después de su muerte muchos chavales, cuaderno de campo y prismáticos en ristre, nos lanzamos quijotescamente por los campos tras de los mochuelos, los alcaravanes, los pájaros moscones o los cernícalos. Y soñábamos en ser como Félix. Con nuestras guías de aves, y nuestro júbilo cada vez que poníamos nombre a una especie. Júbilo que debía parecerse al de Adán en el Paraíso cuando, al decir de la Biblia, ponía nombre a las especies. Era como descubrir algo virgen e inexplorado. Un planeta que entonces, de chavales, nos parecía más ancho, más virgen y salvaje. Y más puro. Los erizos, los carboneros, los herrerillos, las cercetas, los azulones, las culebras de agua o las grandes culebras bastardas, el cárabo que se aposentó en el pinar, la lechuza que criaba en la torre, las agachadizas que bajaban al encharcamiento, los trigueros que se reunían en el dormidero, … eran nuestros compañeros, tanto o más que el resto de los muchachos. El viento gélido en el invierno, la lluvia sobre el rostro, la brisa de la primavera, el calor en el tomillar,… calaban en nosotros hasta la médula. Nos hicimos amigos del frío, de la sed y de la fatiga de subir montañas. Nuestra «diversión» eran las espartanas caminatas por los páramos, los amaneceres bajo cero viendo patinar a los patos en el hielo de las Tablas de Daimiel, los madrugones para ir a anillar avecillas con las redes japonesas en la arboleda, arañarnos los brazos rompiendo jaras en el espeso matorral mediterráneo…
No pasaba un día en el que no hubiese aprendido algo sobre esta o aquella otra especie. Pasaban los años. Estudiamos las rapaces forestales de los montes de llanura del centro de España, las águilas, buitres y alimoches de la Serranía de Cuenca, anillamos centenares de pollos de cigüeña en Extremadura… y menudearon nuestras acciones en pro de la conservación de la Naturaleza, como en Cabañeros, o cuando nos dedicamos a recuperar aves de presa y soltarlas en lo salvaje.
Y en las sierras, en los ríos, en los bosques, en las ráfagas de viento, o en el gañido de las águilas en el pico nevado de la cordillera… escuchábamos la voz fuerte y poderosa de Félix. Félix no había muerto. Estaba vivo en nosotros.
Su voz no era la de un orador de tantos, sino la de un mago. No convencía, transformaba. Ésa vibración noble, medieval, castellana, de su timbre, hacía vibrar las fibras más profundas. Te sumergía en universos míticos. Ah, cuando la pobre loba recogía sus cachorros muertos. No eran cosas cualquiera las que se activaban, eran acaso las más profundas, ésas que nos unen a la más auténtica esencia del hombre, que es, al mismo tiempo, la esencia de la tierra. Ya que hombre, que viene de humus, significa eso: tierra. El hombre y la tierra. La tierra y el hombre. Avivando nuestra pasión más noble, la que nos lleva a ser custodios del Jardín del Edén. Y a descubrir que haciéndolo ayudamos a un tiempo al hombre, ya que no podemos ayudar a la tierra sin hacerlo con el hombre.
Su enciclopedia Fauna sigue siendo un testimonio vigente de su calidad como divulgador
Todo eso ayudó Félix a crear en muchos jóvenes. Algo que, en un mundo cada vez más desnaturalizado, a todos los niveles, es cada vez más necesario. Vivimos en un mundo en el que cada vez se pierde más la referencia de lo natural y ello tiene repercusiones de todo tipo: moral, espiritual, filosófico, e incluso de salud pública, a consecuencia del mundo cada vez más sintético en el que vivimos. En el pecado, la desnaturalización, van muchas penitencias insospechadas.
No me resisto a pensar que si hubiera aparecido ahora, con tanto niño pegado a los videojuegos, los móviles, con tantos canales de frivolidad televisiva, tanta tanta tanta tontería… no habría tenido el impacto que tuvo entonces en nosotros.
Marcó un hito. Hubo un antes y un después de la aparición de este burgalés atlético ante las cámaras de televisión. Podemos rememorar como comenzó con pequeñas intervenciones (Nuestro amigo Félix, A toda plana, Planeta azul,…) y finalmente sus obras más importantes, como la serie de El hombre y la tierra. Serie que fue traducida a incontables idiomas y vista en decenas de países. No debe tampoco olvidarse su ingente labor en prensa y radio. Programas de radio como “La aventura de la vida” tuvieron un gran eco. Y en el ámbito editorial qué decir. Su enciclopedia Fauna, de la que se han vendido millones de ejemplares, sigue siendo un testimonio vigente de su calidad como divulgador.
De no haber existido Félix, es evidente que hoy todo sería aún peor en la relación entre el hombre y la Naturaleza en España. Antes de él buena parte de los españoles vivían de espaldas a la tierra. Él sirvió de intermediario, nos tradujo el lenguaje de la Naturaleza y nos ayudó a conocerla y amarla.
No ha habido un sucesor de Félix. Es inimitable.
Vaya desde aquí mi saludo, amigo Félix.
Carlos de Prada