Hoy estoy muy contento. Como ya saben mis lectores, me gustan mucho los parques y jardines de Lisboa, a los que he dedicado no pocas páginas en alguno de mis libros. Acabo de leer en la prensa, y la noticia no me sorprende, que cinco de los mejores parques del mundo son portugueses. Por eso, lo que realmente me alegra es que cada vez sean más, y no sólo mis compatriotas, los que disfrutan de estos magníficos espacios verdes.
La clasificación, algo artificial como todas, aunque no por eso carente de mérito, la ha realizado una de las más prestigiosas publicaciones que se ocupan del encomiable arte de la jardinería: The gardener’s Garden. Además del jardín del Palacio Fronteira, en las afueras de Lisboa y de la Quinta da Regaleira, en la más brumosa Sintra, esta meritoria taxonomía del jardín incluye el jardín de la Fundación Serralves, en Oporto, la Quinta do Palheiro, en Madeira, y el Parque Terra Nostra, en Furnas.
En algún artículo anterior, al recordar al último marqués de Fronteira, me he ocupado no sólo de su fantástico jardín sino también del magnífico palacio, erigido en medio casi del frondoso bosque de Monsanto, y que supo conservar con esmero para disfrute de las generaciones venideras. Ahora que ya no está el marqués, sólo nos queda hacer votos para que las autoridades no se abandonen a su proverbial negligencia y el palacio acabe en estado ruinoso y el parque comido por la maleza. Hablaré por tanto sólo de la Quinta da Regaleira, que muchos de mis lectores habrán visitado en alguna de sus excursiones a Portugal.
La quinta es, por supuesto, un palacio que en 1910 mandó construir Carvalho Monteiro, más conocido como Monteiro el de los Millones, tanto por su mucha fortuna como por su gran alegría en dilapidarlos. Para su proyecto contrató al que en su tiempo era arquitecto de renombre mundial, Luigi Manini, quien no se limitaría a seguir las indicaciones de Monteiro sino que supo desarrollarlas hasta alcanzar el máximo esplendor escenográfico. Pero la quinta es además – o tal vez sobre todo – un inquietante jardín en el que se recrean mediante arboledas, grutas, cataratas y colinas, los símbolos de esa masonería a la que tan aficionados somos en este perdido rincón de Europa.
Uno pasea por las avenidas del jardín de la Regaleira y en seguida se pierde en el entramado de alegorías sinfín. Tan pronto está recorriendo subterráneos de los que teme no volver a salir como se ve al borde del abismo de una torre invertida. En un instante descansa al borde de un apacible lago y al siguiente se ve prisionero de muros que parecen inexpugnables hasta que su propia sabiduría le indique la salida secreta. Igual se duele por las ruinas de un templo despreciado como se ve agasajado en los lujosos salones de la hermandad. Todo esto y mucho más es la Regaleira.
Rui Vaz de Cunha