En las conversaciones más triviales en Madrid, el anticatalanismo aflora por doquier. En el fútbol, en los bares (esos “foros” de la banalidad), en las bromitas de algunos periódicos. En todo, hasta en el cava (que en mi carca barrio madrileño casi no se vende “pues los clientes no lo quieren”, según me dice el muy nacionalista bodeguero), en la cultura, en los mensajes obvios, o subliminales, que lanzan políticos de Castilla y Andalucía.
Es cierto que no ayuda mucho a Cataluña la profunda antipatía hacia los otros españoles y a España que profesan por ejemplo el alcalde de Barcelona, Xavier Trías, o Artur Mas. Pilar Rahola fustiga España desde La Vanguardia (para mí el mejor diario español), con una rabia impropia, desaforada y sesgada.
Hasta los que amamos Cataluña nos sentimos bastante agredidos por estos personajes nacionalistas, excluyentes. Pertenezco a una generación que se entusiasmó con la Nova Cançó, con Llach, Ovidi Montllor y tantos otros, con la poesía y literatura catalanas, una generación que no consideró incompatible la lengua catalana con la castellana, sino enriquecedora.
Pero hay un pero. Los catalanes tienen razón de sentirse a menudo ignorados. Escandaliza que en el resto de España adolezcamos de un desconocimiento tan plano, zafio casi, de la cultura y de la historia catalanas. Casi nadie ha leido a Pla, a Maragall o a Espriu. La gente conoce mejor a Patrick Modiano, a Ken Follet o a Ferrante que a muchos escritores catalanes. Mientras en Madrid no se sabe quién fue Pere Calders, Salvat Papasseit o Narcis Oller, en Barcelona todos conocen a Galdós, Cela, Trapiello o Machado, por poner unos casos muy diversos. No hay reciprocidad entre las dos comunidades lingüísticas, sólo funciona en un sentido.
España es el país de las envidias regionales y aldeanas, del victimismo y del agravio comparativo como forma de hacer política. Vease si no la campaña que ha hecho Susana Díaz, envuelta en lo blanquiverde; el nacionalismo andaluz es casi igual de furibundo que el catalán aunque parezca más simpático y menos lúgubre.
En fin, como podría decir algún guasón, ¿para qué queremos judíos si tenemos a los catalanes?
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye