martes, noviembre 26, 2024
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El café vienés

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En alguna otra ocasión uno ha comentado dónde disfrutar del mejor café de Roma. Hoy, a pesar de la fama que el café pueda tener en Viena, a uno no le queda otro remedio que bajar el listón y concluir, disimulando aunque sea difícil evitar ese rictus amargo que acompaña al primer sorbo, que el Wiener Melange es poco más que un brebaje caliente – a veces sólo tibio – que no llega a la altura de lo que hoy en día los amantes del buen café consideramos como nivel mínimo aceptable.

Lo mismo ocurre con las demás formas del café, desde el simple espresso hasta el que debería ser delicado cappuccino. Es entonces cuando uno piensa que lo que en Viena tiene merecida fama no es tanto el café en cuanto bebida como el café en cuanto establecimiento donde éste, simplemente, ya que no se disfruta permite pasar un buen rato en un agradable entorno.

Cree uno también que desde los ya lejanos tiempos del asedio turco, no han llegado todavía hasta aquellas latitudes las enseñanzas sabias, a la par que sencillas, de los auténticos maestros cafeteros. Para el común de los mortales sus muchos mandamientos se reducen a dos. Dictamina el primero que el café nunca es amargo. De lo contrario, lo que esa amargura indica es que, junto con los granos en sazón, se han recolectado otros que ya no estaban en condiciones. El segundo, todavía más humilde, nos señala que hay que tostar el café, sí, pero nunca hasta el extremo de quemarlo. Si no se sabe cuándo parar el proceso, como ocurre en España con ese desdichado producto que impúdicamente denominan café torrefacto – y que uno no se explica que en pleno siglo XXI siga vendiéndose – lo que se obtiene es un siniestro brebaje con rasgos más propios de una infusión de carbón de encina que del aromático y siempre reconfortante café.

En Viena, sin embargo, uno cree que no sólo se puede sino que debe irse al café. Eso sí, sabiendo cómo están las cosas, allá cada cual con la responsabilidad de lo que pida para beber. De hecho, quizás no sea tan descabellado olvidarse del café y disfrutar con una de las muchas infusiones alpinas o, por qué no, con una copa de cualquiera de esos vinillos blancos de Wachau. Quedará después por decidir a cuál de los muchos y excelentes establecimientos uno acude y si completa la merienda bien con una Apfelstrudel, bien con una generosa porción de la tarta Sacher.              

Ignacio Vázquez Moliní

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