Ya está mucha gente de vacaciones y otros esperan que llegue el miércoles o el jueves para iniciar el éxodo. Las procesiones ya han empezado sus recorridos de norte a sur y de este a oeste. Y cada año, aunque aumente la increencia, hay más gente en la calle, viendo esos pasos, esos tronos cargados de dolor y de esperanza. ¿Espectáculo o necesidad de trascender? ¿Turismo sólo o una mirada hacia el interior para preguntarnos quiénes somos? El recuerdo de alguien que pasó por el mundo acariciando el alma de la gente, interpelando su conciencia y haciendo únicamente el bien nos espera. Esa es la conversión que cada Semana Santa se pone delante de nosotros, nos interpela y nos cuestiona.
El hombre de hoy no tiene tiempo para la trascendencia. La cultura es de usar y tirar. La conversación se encierra en un tuit o en un whatsapp. La religión es, muchas veces, superficial, aunque hay millones de españoles que tratan de vivirla con un poco de profundidad. La Semana Santa es, también un gesto, pero, lo ha dicho el Papa Francisco, «los gestos exteriores de religiosidad no acompañados por una verdadera y pública conversión no bastan para considerarse en comunión con Cristo». Cada Semana Santa, Cristo nos pone delante la conversión que esta sociedad necesita: cambiar el camino del mal, de la insolidaridad, del escepticismo, de la permanente violación de los derechos de las personas, de la violencia por el camino del bien, de la solidaridad, de la justicia, de la fe, de la paz.
La Cuaresma es tiempo de iluminación interior, de búsqueda de nuestras raíces religiosas, culturales, humanas, trascendentes. Hablamos de un Dios hecho hombre que entregó su vida por todos, después de ser humillado y mortificado sin límite. El nombre-sobre-todo-nombre dejó un mensaje de amor sin límites y de exigencia y compromiso. Me gusta cómo lo expresa el profeta Isaías: «el ayuno que yo quiero es éste: que abras las prisiones injustas, que desates las correas del yugo, que dejes libres a los oprimidos, que acabes con todas las tiranías, que compartas tu pan con el hambriento, que albergues a los pobres sin techo, que proporciones vestido al desnudo y que no te desentiendas de tus semejantes. Entonces brillará tu luz como la aurora».
En la Semana de Pasión, Dios nos espera en las calles y en las iglesias para un nuevo encuentro. A solas, sin testigos, aunque haya miles de personas en las calles, desde lo más profundo de nosotros mismos. La pasión de Cristo es dura, terrible, exigente, pero la fe de los católicos, el cristianismo es alegre, porque tras la muerte en la cruz, lo que viene es la resurrección. No hay nada más triste que un cristiano triste. No hay nada peor que un cristiano que no se dedique a curar las heridas de los que sufren, a dar alimentos al que tiene hambre, a buscar la paz y la justicia, a hacer callar las armas. Decía Pio XII, y ya ha pasado tiempo, que el gran problema de la Cristiandad no eran los malos ni las amenazas externas sino el cansancio -¿el desinterés?- de los buenos. Una Semana Santa para la reflexión.
Francisco Muro de Iscar