Recordamos con melancolía, todos los que tenemos una cierta edad, aquellos teatrillos de guiñol que algunos domingos se montaban en la plaza del pueblo, en el patio de la escuela o, ya en las poblaciones de más empaque, junto al quiosco de música donde algunos días de fiesta tocaba la banda municipal.
Llegaban los titiriteros con sus bultos a cuestas. Encajaban cuatro tablas que dejaban abiertas por detrás. En la parte que daba al público, una ventana hacía las veces de escenario. La cortina vieja que ocultaba lo que pasaba dentro se convertía, por arte de birlibirloque, en telón propio del teatro real. Al fondo, otra tela pintada con un paisaje borroso servía de decorado para todas las escenas de esa historia –casi siempre la misma– que haría las delicias de los más pequeños.
Apenas dos o tres comediantes formaban la compañía de titiriteros. Había uno que se quedaba siempre fuera del escenario. Era el encargado de dialogar tanto con el público como con los muñecos de guante que iban apareciendo en escena. Uno era siempre el personaje espabilado, algo pícaro pero siempre buena persona –tal vez Pirulo– que al final del cuento, garrote en mano, salvaría a la bella, pondría las cosas en orden y daría una lección al malvado –la bruja Piruja– que huiría bajo una lluvia de sonoros golpes.
A lo largo de muchísimos años ejerció la magia del guiñol, en el madrileño parque de El Retiro, el maestro Francisco Porras, creador no sólo del simpático Pirulo sino de una auténtica y renovada escuela con ramificaciones en casi toda España y en muchos países americanos. El principal mérito de aquella visión ingenua, a la vez que universal, del teatro de marionetas consistió en resucitar y acrisolar el espíritu de los antiguos guiñoles franceses de la época napoleónica –la palabra guignol aplicada a los muñecos vendría de aquellos tiempos– junto con los de la tradición italiana de Pulcinella, alemana de Kásperle e inglesa de Punch. Al mismo tiempo se recuperaron, en aquellos últimos años del franquismo, los textos para marionetas de García Lorca, sobre todo el del Retablillo de don Cristóbal, con sus personajes estereotípicos, su lenguaje popular y sus enredos previsibles.
La tradición de Porras –magnífico apellido para un titiritero de cachiporra– se ha renovado una vez más gracias al buen hacer de La Máquina Real, excelente grupo uruguayo afincado en Cuenca. Este grupo de titiriteros no sólo mantiene y desarrolla la herencia recibida sino que investiga y difunde también, mediante publicaciones y clases magistrales, el acervo del teatro de muñecos del Siglo de Oro. Su más reciente obra, “En una maleta abandonada”, es un auténtico compendio de todos estos elementos que, para beneficio de todos, debería representarse mucho más a menudo.
Ignacio Vázquez Moliní