En Andalucía hay dos provincias –Jaén y Huelva– donde, al adentrarnos, tenemos la sensación de recorrer lugares alejados, algo así como si estuvieran más allá de nuestro mundo conocido. Se llega con una permanente extrañeza, parecida a la que sentimos al descubrir por primera vez un remoto paisaje, quizás en el fondo no tan diferente del que nos resulta familiar. Sin embargo, esa sensación de novedad, incluso de extrañeza, se explica porque cuando de paisajes se trata más que descubrirlos lo que hacemos es recrearlos, pero no con una mirada primigenia sino con esa otra que, cargada de recuerdos y de anhelos, hemos ido construyendo a lo largo de la vida.
Reconocemos todo cuanto se nos aparece, las lejanas sierras, la gran extensión de las dehesas o los olivares que inundan las colinas, pero a la vez pensamos que es la primera vez que nuestra mirada contempla espacios semejantes. Para el que observa sin prisas y gusta de fijarse en los detalles, para ése que mira no tanto desde una perspectiva física como anímica, esas aldeas y cortijos que, aquí y allá, surgen entre los olivos o se ocultan bajo las encinas, pertenecen a un país lejano, quizás a ése donde todos deberíamos vivir y que es, en definitiva, la tierra algo mítica –pero no irreal– donde se oculta esa fuente de donde manan, no aguas milagrosas o de eterna juventud, sino otras igualmente maravillosas, que son de donde brotan todas las historias.
A veces uno se pregunta si no será en algún rincón de esos paisajes donde se encuentra esa fuente milagrosa, la fuente de todos los cuentos, más real y sobre todo mucho más necesaria que la del Leteo, cuyas dulces aguas provocaban que quien las bebiera perdiese para siempre sus recuerdos, o la que ese gran insensato de Ponce de León buscaba entre los manglares de la Florida, malgastando en tan inútiles esfuerzos la poca juventud que le quedaba.
Uno se imagina la fuente de todos los cuentos a la vera de un camino umbrío, de esos que descienden sin prisas hacia valles suaves en los que nunca pasa nada. Se le aparecería al feliz caminante un poco de repente, oculta tras un recodo algo más abrupto del sendero, tal vez a la sombra de ese famoso evónimo donde una entrañable abuela analfabeta recita historias interminables, donde también se escucha el rumor de las cañas diciendo que el rey Midas tiene orejas de burro, o una diosa canta la cólera de Aquiles, mientras alguien hurga en los manuscritos de Cide Hamete Benengeli, quien sin ser tan pesimista, también aseguraba que todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.
Ignacio Vázquez Moliní