miércoles, noviembre 27, 2024
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Queca Campillo: un referente de la transición

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La noticia de la muerte de Queca me llegó de madrugada por whatsApp. Un mensaje corto, preciso, enviado por Carmen, su única hija y la niña de sus ojos. Me impresionó tanto que todavía hoy me cuesta pensar que ya no volveré a ver a aquella muchacha, siempre sonriente, vitalista, que conocí en el Diario Pueblo de Madrid allá por los años setenta, recién llegada de Valladolid, a donde Emilio Romero había enviado a su marido Javier Rodrigo, y donde ella se curtió como fotógrafa, pero también como persona.

Como fotógrafa porque sabía captar lo que el personaje llevaba dentro, y que ella hacía aflorar sin dificultad, dirigiendo su cámara a lo más profundo del ser humano, al interior de esos políticos demasiado preocupados porque sus palabras llegasen al mayor número de personas posible sin darse cuenta de que sus ojos eran los que verdaderamente decían lo que pensaban y sentían. Así fue como plasmó a Adolfo Suárez, a Felipe González, a Santiago Carrillo, a Aznar, o al mismísimo Rey Juan Carlos, pero también a muchos otros políticos, gentes de la cultura, de la música, y de los barrios de la periferia de Madrid, el Padre Llanos, entre otros. Porque a Queca, que fue un referente de la Transición y una de las periodistas mujeres que mejor y más tiempo trabajaron en el Congreso de los Diputados, le gustaba echarse la cámara al hombro para captar lo verdaderamente importante: el cambio que se estaba produciendo en nuestro país, en unos años en los que toda nuestra energía estaba puesta en conseguir la libertad que nos había sido negada durante más de cuarenta años, pero también que el caudal de esperanza que habíamos puesto en sacar adelante la democracia no se fuera por el sumidero de la Historia, como tantas otras veces había ocurrido.

Conseguir la libertad que nos había sido negada durante 40 años

Si una imagen vale más que mil palabras las de Queca, como las de Marisa Flores, y tantos otros fotógrafos, son el mejor retrato de una época que hoy muchos recordamos con cierta añoranza, de la que sin duda ellos son protagonistas importantes.

Tuve la inmensa fortuna de trabajar con Queda, de vivir con ella momentos inolvidables en la redacción de Pueblo -la mejor escuela de periodismo del país-, en Palma de Mallorca, a donde nos desplazábamos cada verano para cubrir las regatas del Rey, en Madrid, en donde se convirtió en una figura de la fotografía, o en Nueva York. También de ser su amiga, de ahí ese nudo que tengo en la boca del estómago desde que Carmen me dio la triste noticia de su muerte.

Si algo tengo que reprocharle a Queca es que se haya ido sin haber escrito sus memorias, porque nadie como ella para descubrirnos algunos de los secretos mejor guardados de esa época. Se lo dije en alguna ocasión y ella se reía, con esa risa franca, sincera, que iluminaba su cara y en la que no había la menor huella de rencor, de desencanto. Sentimientos que no dejó que anidaran en su corazón, preocupada como estaba por mantenerse en forma, por alimentarse bien, por ver crecer a sus nietos, y por seguir haciendo lo que más le gustaba, fotografiar la vida de la gente, razón por la cual le dieron el Premio Nacional de Periodismo en el año siguiente 1980.

Queca se ha ido pero nos quedan sus fotografías -algunas de las cuales pueden verse en la Fundación Carlos de Amberes de Madrid-, su recuerdo, su sonrisa, su fortaleza para hacer frente a una enfermedad a la que siempre intentó dar esquinazo, quitarle importancia, con el fin de no preocupar a los que tanto la queríamos, pero especialmente a su madre, a sus hermanos, a sus hijos y sus nietos.

Rosa Villacastín

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