Cuenta la historia que hubo una vez un monje que al beber las burbujas de ese vino tan especial cuyo secreto acababa de descubrir, y que le hacía unas deliciosas cosquillas en la nariz, llamó corriendo a sus cofrades y les dijo que vinieran con él a beber las estrellas. Al cabo del tiempo, una vez perdida la inocencia de las metáforas primigenias, nos rebajaríamos a llamar a ese tan sublime vino de las estrellas recurriendo a denominaciones tan pedestres como champaña, cava y espumante.
Cuenta también la historia que hubo otro que, tras probar el aguardiente de pera que acababa de destilar se quedó pensativo mientras el fortísimo licor seguía quemándole el paladar. Luego, dejó con cuidado el vaso sobre la tosca mesa en la que estaba el alambique. Miró a sus acólitos que, en silencio, esperaban el veredicto. Hermanos, parece que les dijo, acabo de beber la primavera.
Son éstas unas historias de borrachines, tal vez empedernidos, pero no por ello menos simpáticos, que han llegado hasta nosotros gracias a la tradición oral. Son muchas más las historias alcohólicas que conocemos por haberlas leído en cualquier parte. Unas son tan entrañables como las que acabamos de recordar. Otras, por el contrario, son relatos terribles de lo que el alcohol puede llegar a provocar en las personas.
Así, entre las primeras, podríamos recordar, por ejemplo, la historia que nos regala Philippe Delerm, ese estupendo narrador con muchos rasgos de pequeño filósofo, en el sentido azoriniano del término, que es El primer sorbo de cerveza y otros placeres diminutos. Es también el caso de un libro extraño, quizás ya imposible de encontrar, salvo quizás en la versión árabe, si es que los fanáticos no han quemado todavía todos los ejemplares, que lleva el magnífico título de Periplo a través de los bares del Mediterráneo, escrito en los años treinta del pasado siglo por el tunecino Ali Douagi.
En la segunda categoría de historias existen cientos de ejemplos que podrían traerse a colación. Uno de ellos es la novela A esmorga, del gallego Eduardo Blanco Amor, que ha alcanzado recientemente una mayor y merecida difusión, aunque sea gracias a la versión cinematográfica estrenada hace pocas fechas.
Otra que merece ser citada es La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth, publicada en 1939 y que muchos consideran como una especie de testamento, no ya literario sino vital, de este excelente narrador refugiado en París, perdido en una agonía que acabó con el delirium tremens. Su funeral fue quizás el último que reunió fraternalmente a todos los que creían en una Europa que ya agonizaba. Écrivain autrichien mort à Paris, es el epitafio que alguno de ellos eligió para la tumba del santo bebedor.
Ignacio Vázquez Moliní