Setenta años de la maldad absoluta. Lo recordaba este fin de semana Cristóbal Soriano, un superviviente español de Mauthausen, donde pereció su hermano junto a miles de republicanos españoles deportados a los campos de concentración nazis. Difícil recordar aquellas atrocidades que, sin embargo, no deben ser olvidadas. Ni las atrocidades ni quienes las padecieron.
Todos debemos “honrar y renovar un deber universal de memoria” ante la barbarie sucedida, como dijo el ministro español de Asuntos Exteriores, presente en los actos de conmemoración de la liberación de Mauthausen. Sí, el ministro estaba donde debía estar, homenajeando a los republicanos deportados, víctimas de las mayores aberraciones concebidas por el hombre. El que no ha estado donde debía ha sido el Gobierno al que pertenece, que ha reducido a cero la partida económica incluida en los Presupuestos Generales del Estado desde la aprobación de la Ley de Memoria Histórica y que estaba destinada, precisamente, a honrar y renovar ese deber universal de memoria ante la barbarie sucedida en España durante la Guerra Civil y el franquismo. Parece que hay deberes y deberes, víctimas y víctimas, memorias y memorias. Indignante.
Avergonzados de lo sucedido, temerosos de que pudiera volver a suceder, conjurados para evitarlo, y con la memoria de la barbarie en carne viva, los europeos de la posguerra alumbraron la más inteligente y ambiciosa creación política surgida en las últimas décadas, la Unión Europea. De las cenizas de la barbarie y la guerra, hicieron surgir un espacio de paz y solidaridad, de libertad y justicia, de progreso y bienestar, un espacio en el que resolver las disputas de forma pacífica, colaborar en beneficio mutuo y en el que reconocernos como iguales.
En eso consistía el sueño de Europa. Un sueño ahora amenazado.
A las mismas puertas de nuestras fronteras observamos cada día pobreza, miseria y violencia. Pensábamos que, tras la guerra de los Balcanes, Europa había superado los conflictos bélicos. Pero los fantasmas han vuelto a despertarse en Ucrania, sumida desde hace más de un año en un conflicto que, pese al alto el fuego, no para de cobrarse cada día nuevas vidas.
Vidas como las que se cobra el Mediterráneo diariamente, vidas de miles de víctimas de conflictos violentos como los que padecen Siria o Libia, o del hambre y la necesidad que dan lo poco que tienen por subirse a un barco de la muerte para intentar alcanzar nuestras costas y empezar una nueva vida aunque, las más de las veces, se la dejen en el camino.
Conflictos a los que Europa no ha podido o no ha sabido dar respuestas adecuadas, enfrascada como está en espantar los fantasmas que surgen en el interior de sus propias fronteras.
El populismo y la xenofobia que rebrotan y avanzan en Europa al calor de la gravedad de la crisis económica que venimos sufriendo desde hace ocho largos años, agravada por decisiones políticas erróneas que han añadido a las dificultades económicas, sufrimiento e injusticia social.
La eterna crisis griega, que amenaza con su salida –por decisión o por accidente– de la moneda común, otrora un símbolo de la voluntad política de unidad y avance de Europa que se ha revelado con pies de barro por su mala planificación inicial y su autoritaria gestión actual.
Y la propia configuración de la Unión Europea, que tras la incontestable victoria de los conservadores en Reino Unido se enfrentará antes de dos años a un referéndum sobre la permanencia de las islas en Europa, proceso que va a tensionar las costuras del proyecto europeo, desviando aún más los esfuerzos del que debiera ser el objetivo crucial: la salida inclusiva de la crisis.
Puede que meteorológicamente hablando el sol y el calor se estén asomando a nuestras ventanas. En el plano político, sin embargo, solo se otean amenazas de tormenta.
José Blanco