Se llamaba Juan Gómez. No era ni alto ni bajo. Hacía tiempo que había cumplido los cuarenta. Tenía una cierta tendencia a ensanchar la barriga. Aparte de esas cervecitas de más, parecía no haber cometido nunca un exceso. Llevaba un traje gris marengo algo deslucido. También la corbata, de rayas azules y rojas, había conocido tiempos mejores. Las gafas de profundo miope tenían una cansina tendencia a resbalarle por la nariz. En un gesto que había convertido en algo muy suyo, cuando rara vez discutía por algo, al levantarlas ocultaba el rostro unos segundos.
Era sin duda un marido normal, con sus momentos mejores y peores. Le gustaba, claro, la llamativa vecina del cuarto, con quien a veces se cruzaba en el portal. Parecía dedicarse a menesteres que no conllevaban ni complicadas habilidades ni horarios estrictos. Era también un padre casi ejemplar. A veces, muy pocas, le vencía la pereza cuando tenía que ayudar con los deberes al hijo mayor o acompañar al pequeño al partido del colegio.
Llegaba siempre puntual a la oficina. Despachaba los informes sin prisas, aunque tampoco alargando las pausas como hacía la mayoría. Su agenda siempre estaba al día. Los asuntos se planificaban con la antelación necesaria para que todo llegara a buen puerto. De esa manera, había creado una serie de sólidos hábitos que, con su encomiable constancia, aunque no le habían permitido brillar ni obtener los ascensos que de joven había apetecido, sí le hacían estar bien visto por sus jefes y ser respetado por casi todos los compañeros. De vez en cuando le enviaban uno o dos días fuera, casi siempre a Sevilla, para concluir algún que otro asunto.
Aquella mañana se levantó muy temprano. Todavía adormilado llegó a la estación de Atocha. Recorrió el andén hasta casi la cabecera del moderno tren. Un sueñecito, al final no tan breve, le había sentado de maravilla. Al cabo de poco más de dos horas, había llegado a su destino.
Era de los primeros que subían desde el andén. Al final de la larga rampa una joven de atrevida minifalda y melena corta sostenía un letrero: “Sr. Pérez. Viajes Azor”. Se parecía un poco a la vecina del cuarto. Se subió las gafas. Saludó a la joven aparentando una desenvoltura que le era ajena. “Bienvenido, señor Pérez. El coche nos espera”, dijo la joven mientras doblaba el letrero. “Sí, vamos. Cuando quiera”, le contestó lanzando una última mirada furtiva a los pasajeros que, cada vez más compactos, iban subiendo la rampa.
Ignacio Vázquez Moliní