Desde muy niño, desde que recuerdo, he tenido una profunda repulsión por el odio. Es una repugnancia casi física que me hace alejarme de cualquiera a quien detecto carcomido por el. Por ello desde muy joven me embarqué en aquel navío de la reconciliación nacional, de lograr una España en democracia y libertad que desterrara para siempre la ferocidad de las dos Españas y que alumbrara un futuro donde pudiéramos sentirnos, discrepando y rivalizando en ideas y propuestas, compatriotas. Y creí que lo habíamos conseguido. Entre todos. Porque aquello fue posible por todos y entre todos.
Durante lustros, durante el periodo mejor de nuestra historia, hemos vivido de los frutos de aquel acuerdo colectivo que la mayoría hemos respetado como piedra angular de nuestra convivencia. Había excepciones, claro. La más evidente era el terrorismo etarra. Pero entre todos lo afrontábamos. Y lo vencimos. Porque lo derrotamos aunque tuviéramos que soportar ver nuestra victoria convertida en humillante tragadera.
Pero ahora el odio ha vuelto. Llevaba ya un buen tiempo larvándansoe y revolando sobre nosotros, y no puedo evitar el recordar que no poca responsabilidad tuvo en ello el insensato Zapatero, hasta llegar a impregnar apestosamente nuestra existencia. El odio político ha regresado, el «otro» es un ser cosificado, indecente, exterminable. Un odio que acabará por levantar otro y entre ambos nos triturarán a todos, nos helaran el corazón, como a aquel poeta bueno.
El odio y la revancha son los dueños ya de muchas palabras, es el señor de las redes y por ellas se multiplica. Apenas ya si se camufla, aunque adopte en ocasiones melifluas apariencias franciscanas.
A muchos les ha conmocionado el insulto a los símbolos de todos, el agravio vociferante al joven Jefe del Estado y cinco millones, mientras Artur Más se refocilaba con miserable sonrisa en la infamia, apagaron el televisor para no verlo ni sentirlo. Pero no es cuestión ya de hacerse el sordo ni el ciego, ni tampoco permanecer mudo. El odio, en este último caso, el tribal, el del separatismo desatado, en otros el del sectarismo político y la venganza es el que circula desbocado por nuestras calles, se mete incluso en nuestras casas y familias y contamina todo a cuanto alcanza.
No tengo que bajarme de ese tren porque nunca fui montado en él. Pero observo con tristeza que son cada vez más los que sí se están subiendo.
Antonio Pérez Henares