No, no hablo de Esperanza Aguirre (y la cólera de Dios), que tendría razones. El Aguirre del que hablo es Juan José, cordobés, treinta años ya en la República Centroafricana, obispo de Bangui desde hace diecisiete años, africano entre y con los africanos, misionero, constructor de escuelas y hospitales, hombre de paz, defensor por igual de cristianos y musulmanes perseguidos, Premio Derechos Humanos de la Abogacía Española 2014… Hace un mes sufrió un infarto, el tercero. Afortunadamente no estaba en la selva, a 700 kilómetros de la capital, sino en Bangui, preparando la visita «ad limina» de la Conferencia Episcopal centroafricana a Roma. La doctora cooperante que le atendió no tenía medios. En la clínica a la que fueron después sólo había un celador. Llamaron a dos cardiólogos que no cogieron el teléfono y, finalmente, acabaron en el hospital de campaña del ejército francés en Bangui, donde le dieron la primera atención.
Necesitaba un cateterismo antes de 48 horas y un avión medicalizado, pero como no tiene seguro médico ni tuvo apoyo de embajada, nunciatura y otros organismos, su familia tuvo que buscarse la vida para traerle a España. A los siete stents que tenía le añadieron dos más y le limpiaron el «atasco». Hoy empieza a hacer vida casi normal y quiere ir ya a Roma para encontrarse con sus compañeros en el Episcopado. Teme que no le dejen volver a Centroáfrica, que le digan que pise el freno y él no sabe dónde está ese pedal.
Sus denuncias sobre la situación de su pueblo son claras y rotundas. Entre selekas y antibalakas, cristianos y musulmanes, la República de Centroáfrica lleva años y años de calvario y muertes. Hay 300 niños o jóvenes en régimen de esclavitud, desaparecidos en la selva desde hace años, como los de Boko Haram -pero de éstos no se habla-, parece que convertidos en niños soldado, capaces de matar a quien se ponga por delante. Allí hay diez mil soldados de la ONU, congoleses y ugandeses, bien pagados, cuyo rancho -latas made in Alicante que llegan a través de los Emiratos Árabes, otro negocio de la guerra- cuesta más de mil millones de euros al año, mientras el pueblo se muere de hambre. Aguirre dice que en los últimos doce días que pasó allí no ha visto ningún casco azul. Esos soldados ugandeses o congoleños cambian una lata de lentejas porque niñas de 15 o 17 años, que tienen hambre o que necesitan la comida para sus familias, «se dejen» violar. Muchos de esos soldados dicen que «no han venido a Centroáfrica para morir por este mísero pueblo», el pueblo que ama Juan José Aguirre…
La ONU, vergonzantemente, mira hacia otro lado. Estos días, Francia está investigando violaciones a menores de entre 9 y 13 años, realizadas por soldados franceses, También están implicados soldados de Guinea Ecuatorial y de Chad, soldados que, como dice Aguirre, «también están de esta mierda hasta el cuello». En Centroáfrica se acaba de celebrar el «Forum de la reconciliación», protagonizado por los mismos que han hundido el país en un pozo sin fondo. Parece que la paz está aún muy lejos, seguramente porque a nadie le interesa este país. Únicamente a los Aguirre que son capaces de dejarse el corazón, y hasta la vida, para llevar esperanza a los olvidados del mundo.
Francisco Muro de Iscar