Tras las exposiciones del Pompidou y del Whitney, ahora ha llegado Koons a Bilbao. Para que no seamos menos. Estas especies de franquicias funcionan. Sobre todo para llenar un poco las arcas de los museos, siempre algo comprometidas.
Pero ¿es Koons un artista? ¿Dónde está la imaginación, la libertad? Yo veo más un imitador de sí mismo que ha descubierto el truco comercial y expone su ego en una especie de museo-espectáculo. Es una marca o, como se dice ahora, a brand.
Sus perritos me parecen más bibelots de tienda de chinos (con todos mis respetos para los chinos emprendedores, atareados y trabajadores que las montan) que obras de arte. Se dice que sobre el arte no hay nada escrito, y es sobre lo que más se lleva escribiendo desde hace siglo y medio.
Parece como si tras las décadas prodigiosas del expresionismo abstracto americano, los artistas alemanes como Kiefer y Richter, el hiperrealismo, Bacon, David Hockney, Alex Katz y Per Kirkeby, Jasper Johns, Basquiat, tuviera que venir alguien a sacudir la modorra y el aburrimiento subjetivo y saturado de las élites de coleccionistas. Ahora Koons ha encontrado unos papanatas que le admiran.
Quizá intentase Koons ridiculizar el mundo de la publicidad y del consumo, pero eso ya lo hizo, con muchos más matices y oficio Andy Warhol. Hemos confundido trasgresión con imaginación artística. Koons no añade nada, sólo unos cuantos video clips, twits y shows. Pero añade bastante dinero en su cuenta corriente.
Claro que en el arte siempre hay algo de superchería, de fuego de artificio y de impostura. Hay juego, como ya señaló Huizinga. Pero debajo, pasado el marketing, suele o debe quedar algo. La metáfora es esencial. En este caso, en Koons, nada. Se agota en sí mismo.
Yo propondría dejarse de snobismo y que el Guggenheim organizase exposiciones de tantos artistas nuevos, jóvenes, que están trabajando desde hace años y que a veces sólo vemos, de pasada, en alguna aventurosa galería de Madrid y Barcelona. La antigua Guggenheim de Nueva York en los cincuenta apostaba por artistas relativamente desconocidos. Ahora, todo parace consagrar a los ya consagrados o a los más espectaculares. Un poco como los premios literarios.
Pero ir a Bilbao es siempre un placer. Las gentes son amables, la ciudad, limpia y cuidada, cívica, los bares, inenarrables (baste ir a los de la Plaza Mayor, entre decenas), tiene una de las bibliotecas más bonitas de España, la Bidebarrieta, y sus museos, para echar el día, como el de Bellas Artes, a dos pasos del Guggenheim. En éste, ahora, lo sentimos, los jueves, globitos.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye