Una de las grandes ventajas que muchos conservamos en nuestro querido Portugal es disfrutar de vacaciones de las de antes, de ésas que comienzan apenas iniciado junio –como mucho esperamos en Lisboa hasta el 10, que es el día de Portugal– y que acaban sin prisas a finales de septiembre o ya en octubre, cuando la rebeca o el chaleco sobre los hombros no son suficientes para disfrazar el frescor de las tardes reposadas en los campos del Alentejo. Así las cosas, se imaginarán mis lectores que estando uno con el pie en el estribo, pocas crónicas pueda todavía enviar antes de salir hacia mi quinta de Alcácer do Sal.
Una vez instalado en aquellas calmas, dedicaré los días a la lectura de los excelentes volúmenes que atesora mi biblioteca centenaria, a pasear sin rumbo por senderos que no van a ninguna parte, a comprobar el inexorable estado ruinoso de mis cultivos y a degustar los muchos platos memorables que los menestrales guisan con dedicación ancestral en las frescas cocinas de la quinta.
También invertiré muchas horas –qué duda cabe– en esas siestas reparadoras que el calor de las planicies exige que paguemos como ineludible tributo para compensar las prisas insensatas que nos han ido agotando a lo largo de los meses pasados en Lisboa.
Pero no quiero partir sin antes atender una petición que me llega repetidamente desde España. Se preguntan mis lectores si no sería posible que les aclarara cómo disfrutar de un buen vino de Oporto, sin perderse en ese aparente galimatías que son las muchas clases y distintas denominaciones que nuestro buen vino ha desarrollado a lo largo de los siglos. Con mucho agrado intentaré explicarles, con llano lenguaje y evitando pedanterías insulsas, las reglas que han de respetarse frente a un porto bien servido.
Lo primero que tenemos que saber es que, aunque hablemos en castellano, nunca debemos pedir un oporto, sino un porto. Si además decimos que lo que deseamos tomar es un cáliz de porto –jamás un vaso– optaremos a buena nota. Lo segundo que tenemos que tener en cuenta es que antes del almuerzo, o de la cena, se toma un porto seco, esto es, blanco y frío mientras que los demás se reservan para los quesos, los postres y las sobremesas demoradas. También existe el porto blanco dulce y el rosé, con los que ocurre algo parecido a lo de las meigas de nuestros primos gallegos: con saber que existen, sin llegar nunca a catarlos, es más que suficiente. También es muy popular un combinado que mezcla porto seco con agua tónica, el portónico –de nombre casi terapéutico– que aunque no sea mi favorito, no deja de tener cierto interés. Otro combinado, mucho más sugerente, es el famoso porto-fizz, hoy olvidado injustamente por los barmen de moda.
Entre los distintos tipos de tintos, el auténtico apreciador –como nosotros llamamos a los connaisseurs– sabe que a primera hora de la tarde puede disfrutarse con un porto red –denostado hoy en día– luego con un ruby, un poco más tarde, con un tawny y acabar el día con un vintage.
En toda casa que se precie hay siempre abierta una botella de tawny, a ser posible traspasada despacio, con el mimo necesario, a un decantador de cristal tallado del que se ofrece una copa a todo el que nos visita.
El vintage es cosa todavía más seria. Esta denominación se reserva para aquellos años extraordinarios que han producido vinos excelentes en toda la denominación de origen. De la misma manera, los LBV (Late Bottle Vintage), son aquellos vinos que, aunque la añada no haya sido extraordinaria, el productor cree que son magníficos y por tanto compromete su propio prestigio otorgándoles tal denominación. Estas dos clases de porto se caracterizan por encerrar aromas y sabores tan sutiles que, si no se disfrutan al momento, se evaporan con rapidez extraordinaria. Por tanto, una vez abierta y decantada la botella, el vintage se comparte con la familia y los amigos hasta acabarlo por completo.
Bienvenidas sean estas breves notas si despiertan la curiosidad de mis amigos españoles hacia uno de los mejores productos de Portugal. Si no, sirvan al menos para desear a todos unas excelentes vacaciones.
Rui Vaz de Cunha