martes, septiembre 24, 2024
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La tormenta de verano

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La primera tormenta del verano, esa que por fin estalla tras muchos días de calor pegajoso, llega en un instante, cuando parecía que las nubes iban a pasar otra vez de largo, quién sabe si para descargar su furia en comarcas lejanas. Caen las primeras gotas con una sensación de alivio. Al momento, sin dar tiempo a los incautos paseantes para que busquen refugio, mientras los bañistas todavía dudan si seguir en el mar o correr hacia las toallas, la lluvia arrecia. Es tan repentina que ni siquiera tiene tiempo de llenar el ambiente con ese olor mágico de tierra recién mojada que todos asociamos a los veranos de la infancia.

El cielo ha desaparecido tras una capa oscura de nubes. Cubre el horizonte con una tenacidad tal que se diría eterna. Cae la cortina de agua sobre los últimos bañistas que corren arrastrando bolsas y sombrillas desde la playa hacia el inestable refugio de los toldos de tiendas y cafés. Los automóviles circulan despacio con los faros encendidos. A su paso levantan olas que van a morir en medio de las aceras.

En la calma de este café algo antiguo, al que año tras año seguimos fieles, volvemos la vista hacia las noticias poco halagüeñas que nos trae el diario de esta mañana. De repente, todo se ilumina. Unos segundos después, cuando todavía seguimos cegados por el resplandor, estalla el trueno con sus tres notas profundas. Parece que la tierra temblara. Los pocos clientes que nos rodean se encogen instintivamente, aunque sepan que ya es tarde para ocultarse de la furia del cielo. Un perrillo tiembla acurrucado entre las piernas de su dueña. El rayo ha caído muy cerca. Luego se repite la misma escena, aunque algo atenuada. El segundo rayo se ha alejado un poco.

El ambiente tranquilo que hasta entonces había en el café desaparece en una confusión de conversaciones cruzadas, platos que golpean y un molinillo de café que parece no dar abasto para tantos clientes repentinos.

La intensidad de la cortina de agua parece ceder un poco. Algunos atrevidos se aventuran a cruzar la acera apenas protegidos por sus paraguas endebles, con los pies bajo el agua. Uno de ellos llega al café. Sacude el paraguas. Luego lo cierra y lo deja apoyado en el quicio. Se forma un pequeño reguero que va escurriéndose hacia la calle. Con una sonrisa de satisfacción, se instala en una de las mesas. Sus chanclas han dejado un camino de pisadas empapadas. Luego, se alisa el pelo mientras pide al camarero que le sirva un cortado. Enseguida se concentra en consultar su teléfono móvil, tal vez para contar  a los amigos cómo la tormenta inesperada ha inundado este apacible lugar de veraneo.

Después, otros igualmente animosos van ocupando las mesas que quedaban libres. El aire se enrarece con el olor que desprenden sus ropas empapadas. El ambiente tranquilo que hasta entonces había en el café desaparece en una confusión de conversaciones cruzadas, platos que golpean y un molinillo de café que parece no dar abasto para tantos clientes repentinos. No queda otra sino cerrar el periódico apenas comenzado, pagar la cuenta y con decisión enfrentarnos a las últimas gotas para buscar un lugar tranquilo donde con la necesaria calma acabar la mañana.

Ignacio Vázquez Moliní

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