Hace tiempo que pienso que las encuestas reflejan el estado de opinión de la ciudadanía… en el instante en el que el ciudadano es consultado por el encuestador. Lo que ocurre es que cambiar de opinión es de sabios, y en España, de muy sabios: ¿cómo diablos mantener de manera permanente la intención de voto a unos partidos, a unos líderes de partidos, que mudan a la velocidad con la que cambia el viento? O, en el sentido contrario, y pienso en este caso en Rajoy, ¿cómo seguir apoyando a quien no tiene en cuenta los cambios ambientales y mantiene, hierático, siempre las mismas tesis? Por eso nunca creí en el fin del bipartidismo, ni creo ahora en su resurgimiento, a la luz de lo que este miércoles nos dejaba sentenciado el CIS. Nunca creí en que la ya casi retirada lideresa de UPyD, Rosa Díez, era la política de verdad mejor valorada de España, ni me creo ahora que lo sean la navarra Uxue Barkos o ¡Joan Baldoví, diputado de Compromís, nada menos! ¿Usted lo entiende? Pero ¿dónde ha centrado su encuesta el CIS?
¿Cómo seguir apoyando a quien no tiene en cuenta los cambios ambientales y mantiene, hierático, siempre las mismas tesis?
O sea, que todo es como una veleta: cambia de modo inesperado. Sí, estoy pensando en el 15-m, en Podemos, en ese muy justificado movimiento ciudadano de protesta que nunca cristalizó bien: la formación de Pablo Iglesias llegó con el toque desdeñoso de considerar despectivamente 'casta' a cuantos no estaban en sus previsiones electorales, se echaron en brazos de Syriza, desdeñaron todo cuanto significó la transición, hicieron del 'hooligan' Nicolás Maduro su héroe, se apresuraron a quitar retratos del Rey al llegar a ciertos ayuntamientos. ¿Cómo extrañarse de que ahora retroceda lo que fue una esperanza? ¿De veras cree Pablo Iglesias que podría mantenerse en el liderazgo de popularidad con su proverbial antipatía, por mucho que ahora trate, pero sin autocrítica alguna, de convertir en amables guiños centristas lo que fue un aterrizaje revanchista?
Y pienso también, claro está, en Ciudadanos. Albert Rivera, que probablemente no es un político tan completo como él y su entorno más cercano creen, hace buenos diagnósticos (los mejores), tiene un programa -en lo que lo conocemos- con aroma levemente regeneracionista. Sería un buen 'partner' como vicepresidente en un Gobierno que no estuviese presidido por Rajoy, de quien Rivera ha abominado recientemente múltiples veces. Pero aún está por ver cuánta será su fuerza real en las elecciones de diciembre. Tengo para mí que ha cometido un error patriótico no presentándose a las elecciones catalanas de septiembre: es la única voz que aún podría aglutinar los actuales desatinos de los antisecesionistas, dispersos frente a la unidad transversal, coyuntural, de los independentistas. Rivera nunca hubiera llegado a president de la Generalitat, obviamente, pero tampoco será, de momento, presidente del Gobierno central. Y, al menos, estaría prestando más atención a las respuestas a dar a las sandeces del hasta ahora desconocido cabeza de la lista de Mas, el tal Raul Romeva, que habla de las «palizas» que España da a Cataluña, sin que nadie le dé la réplica adecuada.
De lo que el CIS nos dice me sorprende, sobre todo, la muy tibia aceptación de los españoles a un pacto de gran coalición PP-PSOE, prefiriendo, en cambio, el pacto PSOE-Podemos, que poco se compadece con el descenso vertiginoso de la formación de Pablo Iglesias. Aunque las charlas de café no tengan, por supuesto, el valor de una encuesta, hace tiempo que coincido, en conversaciones de todo tipo, en la idea de que solamente un acuerdo de Legislatura abreviada -dos años– entre 'populares' y socialistas, respaldado por Ciudadanos, sería un buen paso para regenerar tantas cosas que lo necesitan en la a veces caótica política española: desde reformas urgentes en la Constitución hasta otras medidas legales que afecten a la normativa electoral, a una mayor equidad económica, a una mayor presencia internacional, a usos y costumbres que necesitan quitarse polilla. Consolidar, en suma, una nueva forma de gobernar más participativa para la sociedad civil, que es una obsesión de muchos ciudadanos, entre ellos, desde luego, quien esto suscribe.
Sigo creyendo que Pedro Sánchez comete un error cuando asegura que no pactará 'con la derecha'. El PP es un partido lleno de posibilidades de evolución hacia posiciones templadas, y además, ganará las elecciones, aunque no gobierne. Lo que ocurre es que está presidido por un hombre que se ha situado en perfiles poco adecuados para los tiempos que corren. Una cosa es decir, como dice Rivera, que difícilmente pactará con Rajoy, y otra decir, como dice Sánchez, que el PSOE no pactará ni con el PP ni con Bildu. Ahí queda eso para la rectificación; al tiempo.
Pero ya digo: me parece que el último trabajo del CIS, del que se excluye, curiosamente, cualquier pregunta sobre valoración de Rivera y Pablo Iglesias -ya sé, ya sé que no son diputados; ¿eso importa?–, tiene el valor de lo admirablemente provisional. La encuesta de septiembre, mes en el que ocurrirán tantas cosas, tendrá otro cariz. Y no digamos ya la de octubre, o la de noviembre… hasta llegar a la encuesta definitiva, la de las urnas, en diciembre. A mí me parece que a mucha gente, quizá a la mayoría, le ocurre lo que a mí: que está tan perpleja que un día de estos somos capaces de votar cualquier cosa que nos produzca menos rechazo que las demás en ese instante. Así de volátil, de inestable, es la cosa. Los viejos entusiasmos se los dejamos al tal Romeva, que parece que sí sabe lo que quiere: darnos la paliza.
Fernando Jáuregui