Hastiado por la ola de calor que asola Madrid-que estoy seguro es una venganza africana para jodernos-, decido pasear un poco por el centro. Tras un corto trayecto en metro y tras ser asaltada mi callada intimidad por un vendedor de mecheros; un rumano desgranando notas en un viejo acordeón y enterarme de la vida de una jovencita de buen ver que se la cuenta a grito pelado vía celular, a la que intuyo su amiga del alma, llego a la estación de Sol.
Son las siete de la tarde y todavía la temperatura es alta. Las terrazas de la calle Montera se encuentran repletas de gentes variopintas. Hordas de guiris con sombreritos ridículos, siguen en perfecta formación a un tipo con cara de cansado que levanta una banderita, chaperos de tez oscura esperan clientes de piel blanca y más años que Matusalén para hacerse con unos euritos; carterista de toda índole, con la “muletilla” cubriéndoles la mano de picar, se encuentran al acecho como los leones del Masai Mara, en busca de la víctima propiciatoria mientras curiosos de todas nacionalidades observan espectáculos callejeros improvisados. Pero lo que atrae mi atención es la cantidad de Policías que prestan servicio en la zona.
Casi todos son muchachos y muchachas jóvenes, con gotas de sudor regándoles el rostro. Visten de azul, con el chaleco antibalas cubriéndoles el torso. Dos corren detrás de unos manteros que viven del negocio de las falsificaciones. De repente, uno de los africanos afloja el ritmo y espeta a los policías: “si me perseguís, tiro un niño al suelo”. Ante la amenaza, los agentes dan por terminada la persecución permitiendo que escapen. En otra esquina, dos policías sin uniforme identifican a unos jovencitos con pinta de 'poligoneros'. Al parecer van a vender piezas de oro de dudosa procedencia en uno de los múltiples establecimientos de compra-venta del preciado metal. Los registran a la vez que interrogan sobre un anillo de gran tamaño con la cabeza de un caballo insertada en una herradura. De peor gusto imposible.
Unos sudamericanos borrachos acosan a una chica que viste con un pantalón ínfimo. Asustada, se escuda detrás de una pareja de municipales, los cuales tienen que soportar con estoicismo espartano el desbarre de los individuos. Al final uno acaba insultando a los policías y a la madre patria, por lo que acaba detenido y esposado en un coche patrulla que acude inmediatamente a la llamada de colaboración de sus compañeros.
La tarde cae poco a poco dibujando sombras grotescas en el edificio de Correos, sede de la Comunidad de Madrid. Los policías llevan botellas de agua en la mano para evitar deshidratarse, mientras observan de refilón algún tipo con aspecto sospechoso. Me doy cuenta que tienen una mirada de cansancio y abandono. Saben que a pesar de realizar día tras día su pesado trabajo, al mínimo error que cometan, nadie tendrá piedad con ellos.
Vuelvo a casa paseando ya entrada la noche. Pienso en esos jóvenes. No son policías de elite que realizan grandes operaciones de narcotráfico, ni un espectacular rescate de rehenes. Trabajan en lo cotidiano, en lo que parecen tonterías. Sin embargo, forman la delgada línea azul que defiende la frontera entre la vida cotidiana y el tipo que viene a cagarla. No tienen reconocimiento ciudadano, al contrario, son los malos de la película. Los barrenderos que limpian la basura con guantes de seda.
Seguro que duermen a gusto cuando, al finalizar la jornada, sienten que han cumplido con su deber de defensores de la “polis”. Gracias amigos.
José Romero