sábado, septiembre 21, 2024
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La ciudad prohibida

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Me encuentro con mi amigo Ernesto en Casa Patas. Como perteneciente a la estirpe calé de los Jiménez Barrul, viste tez morena, palillo en la boca y cañita de cerveza en la mano. El saludo que me propina es cariñoso y honesto. Nos conocemos de años atrás, de los tiempos en que fue un cantaor de cierta fama. Ahora, ya retirado, se dedica junto a su mujer al bisnes de cualquier mercadería que se pueda vender. Miguel, el encargado de Casa Patas, que tiene más mili que Cascorro; nos sienta en una mesa un tanto apartada y ordena a un camarero traer una botella de Ron Barceló y unos refrescos. Tras unos cuantos cubatas terminamos hablando de lo humano y lo divino, pero sobre todo de lo humano.

-Mañana voy al empleo ¿me acompañas?

“Empleo”, es la palabra que los gitanos de Lavapies utilizan para denominar el lugar donde compran la mercancía para después revenderla, por la calle o en mercadillos. Lo cierto es que entre el pedo que llevo y que nunca me ha llamado la atención el mundo de los mercachifles, no me intereso por su propuesta y le respondo, muy amablemente, que no.

-Es en la ciudad prohibida, donde los chinos, en Cobo-Calleja -vuelve a la carga medio cayéndose de la silla.

Un relé se conecta de inmediato en mi cabeza: ¡los chinos! Eso me interesa. Le digo que sí y quedamos para el día siguiente. 

Es muy temprano cuando me recoge en su viejo Mercedes. El sol acaba de salir y el calor aprieta. Por la carretera de Toledo y tras veinte minutos de viaje, llegamos a la salida que da al polígono. Ciertamente entramos en otro mundo, en una ciudad aparte. Cientos de naves y tiendas con nombres extraños se apiñan en una extensión enorme de terreno. Un hormigueo constante de vehículos recrean un ir y venir constante; un detenerse para comprar bolsos, vestidos, camisetas, celulares y salir con enormes bolsas en las manos. Tipos de todas las nacionalidades se mueven como pez en el agua en este maremágnum comercial. Tienen sus propios restaurantes, sus propios talleres para arreglar averías de automóviles, sus karaokes. Chinos parecidos a Pu Yi -el último y desgraciado emperador del gigantesco país-, aguardan dentro de los comercios a los clientes. Los precios son irrisorios para un país como el nuestro. En una calle perdida leo con emoción un cartel: Bar Español. Es un fuerte de Baler que resiste heroicamente la soterrada invasión asiática. Todo tiene un aspecto irreal, como si de un decorado de gran producción hollywoodense se tratase. De hecho, no me creo que en Fuenlabrada, a veinte minutos de la capital de las Españas exista una ciudad china. Sin quererlo, me vienen a la mente imágenes de 55 días en Pekín, con Charlton Heston en plan macho alfa ligándose a Ava Gadner. 

Mi colega Ernesto compra unos Lacoste falsos y gafas Rey-ban, no Ray-ban.

Cuando volvemos para Madrid, le noto ausente.

-¿Te ocurre algo?-pregunto inocentemente.

Ernesto vuelve su cabeza ligeramente hacia mí y contesta:

-Que nos han vencido, amigo. Que no han necesitado armas, ni ejércitos; tan solo mercancía barata. Y no hay marcha atrás.

Noto tristeza en su mirada. Es la tristeza de un mundo que se derrumba y que ya no volverá a ponerse en pie.

José Romero

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