Los periódicos hace ya muchos días que no dan grandes titulares; los de papel vienen finitos con muy pocas páginas pero llenos de sangre. Mientras el músculo duerme como decía el tango o sestea en este agosto que ha sido un exceso de calor y locura, empiezo a recordar todas esas noticias terroríficas de las que hemos sido testigos casi incrédulos porque nuestra razón -no digamos ya nuestra conciencia- se niega a admitir que ciertas cosas no sólo puedan pasar sino que pasen y se repitan con la frecuencia inusitada de este verano.
«¿Quién puede matar a un niño?» titulaba Chicho Ibáñez Serrador una película suya basada en un novela de Juan José Plans: un título mil veces utilizado en posteriores crónicas y columnas. Pues esta es una más porque la respuesta nos sigue pareciendo imposible; pero nos topamos con realidades que nos desmienten y nos abruman: niños echados en contenedores de basura, niños degollados por su madre en el altar de un cementerio, niños abandonados que se salvan porque alguien oye su penúltimo gemido y llega a tiempo. ¿Quién puede matar a un niño? Por lo visto más gente de la que nosotros podemos creer. Cuántas veces la violencia de género -esa lacra- se desata también contra los hijos. Y uno se pregunta cómo es posible que alguien abra un contenedor de basuras y eche allí, vivo, al hijo que ha parido.
¿Quién puede matar a un niño? Por lo visto más gente de la que nosotros podemos creer.
No entiendo nada; qué necesidad hay en una sociedad como la nuestra que es capaz incluso de pagar por una adopción ilegal -una compra, una trata- en ese repugnante mercado negro, de matar a niño. ¿Por qué matarlo?
Hablan, claro, de depresiones, de trastornos psiquiátricos pero no sé si me valen -aunque las tenga que aceptar- esas razones y hasta me compadezco de los autores de esos crímenes. Pero no sé si me parece suficiente.
Y hablo de sucesos terribles y cercanos ocurridos en España en estos últimos meses. Pero sin explicaciones o justificaciones psiquiátricas, qué decir de esos niños que llegan -los que llegan- en las pateras huyendo del terror y que según las ONG son cada vez más pequeños y van cada vez más solos. Sabemos el número de los que viven pero jamás llegaremos a saber cuántos han muerto en el intento.
Y si tremendo es hablar de la víctimas, qué decir de los verdugos, de los niños verdugos aleccionados para morir matando o, destrozada su inocencia a golpes de dioses imposibles, se convierten en asesinos televisados de rehenes cómo si de verdad pudieran siquiera entender ese mantra que repiten sobre los «infieles». Y los niños de la guerra. Y las niñas secuestradas y convertidas en mercancía que se compra y se vende en un mercado público. Y al final siempre la pobreza y la injusticia, en ocasiones, tal vez, la locura.
¿Quién puede matar a un niño? No tengo respuesta pero tal vez sí sepa quién puede evitar muchas de esas muertes: nosotros, así de fácil. Costara lo que costara había que salvar al soldado Ryan, claro que sí. Pero quién se preocupa por salvar a tanto niño sirio, palestino, africano del que no sabíamos ni siquiera que vivía y ya no después de un bombardeo. Todo esto es una gran tragedia; todo esto, junto a la hambruna y las enfermedades, debería ser la gran tragedia del mundo pero no parece que nadie lleve la cuenta. Al final son problemas psiquiátricos, depresiones, daños colaterales. Pero si lo pensáramos bien, si fuéramos capaces de reflexionar en qué mundo estamos viviendo, la respuesta a la pregunta con la que titulaba Chicho su película sería escalofriante: ¿Quién puede matar a un niño? Nosotros todos.
Andrés Aberasturi