Con frecuencia, la política tiene puntos de coincidencia con el juego de las siete y media. Hay que conseguir acercarse lo más posible a esa cifra, pero si se pasa uno, se queda fuera.
El gobierno de Rajoy aprovecha estas semanas previas a las elecciones para presentar una batería de iniciativas de contenido social y económico que llevaba tiempo anunciando sotto voce con el latiguillo de que se pondrían en marcha cuando la ocasión fuera propicia; lo que significaba que tenían que esperar a que pudieran disponer de los fondos necesarios para hacerlo después de cuatro años de crujir a los españoles con recortes y subidas de impuestos. Ahora, cuando finalmente Montoro ha dado luz verde, se da un respiro a los funcionarios, se dedican partidas especiales para los parados de larga duración, se anuncia el incremento de becas, bajarán ciertos impuestos y los altos cargos se olvidarán de los viajes en bussiness, entre otras medidas. Y entonces, la oposición, en un grito unánime, acusan a Rajoy y al gobierno de electoralismo. Si Rajoy se hubiera quedado de brazos cruzados, entonces las críticas serían por su falta de sensibilidad ante los problemas de los españoles.
No es la primera vez que ocurre, esa película ya la han visto los españoles con gobiernos anteriores. Si no se llega, mal; si se considera que se ha pasado el límite, entonces le espera a uno una oposición que amenaza con los males del infierno.
Uno de los aspectos que abundan en el descrédito de la clase político era precisamente la idea de que trabajan lo justo
Es complicado para un partido de derechas, o de centro derecha, tomar determinadas decisiones. Cualquier iniciativa de tipo social que venga de la izquierda se recibe con aplausos, pero si es la derecha la que la propone, le llega de inmediato la acusación de hacer demagogia. Injusto, pero real como la vida misma. No se analiza a todo el mundo por igual, y menos aun cuando se presenta como partido “emergente”. A Ciudadanos, por ejemplo, se le perdona todo, como aquella idea de proponer que las prostitutas puedan darse de alta como autónomas, lo que demuestra que saben poco o nada de cómo funcionan las mafias de la prostitución y hasta qué punto están amenazadas la mayoría de las mujeres obligadas a ejercerla. Ahora quieren la eliminación del Tribunal Constitucional por su politización. ¿Tan difícil es entender que lo que hay que hacer es buscar la fórmula para impedir esa politización, en lugar de prescindir de un órgano jurisdiccional tan relevante?
Poco han durado las vacaciones para los políticos. Ha quedado muy atrás en el tiempo aquellos años en los que se cerraba el Congreso de los Diputados a mediados de junio y se abría bien entrado septiembre. Ahora, dos o tres semanas de semiparón, y punto. Está bien, uno de los aspectos que abundan en el descrédito de la clase político era precisamente la idea de que trabajan lo justo. Es cierto que algunos no dan palo al agua, pero hay más afán de servicio del que se piensa, aunque los que se dejan la piel en el tajo no son noticia. Pedro Sánchez ha estado por Andalucía, pero con la gente de Susana Díaz apenas se ha visto.
La presidenta está de baja maternal, pero el secretario general del PSOE no ha hecho muchos esfuerzos por reunirse con gente de su equipo. El entorno de Sánchez se empeña en decir que todo va bien, pero la falta de sintonía actual entre Sánchez y Díaz ha sido comentario habitual en las charlas veraniegas de dirigentes socialistas andaluces. Donde comentaban también los problemas del socialismo madrileño, por cierto.
Aunque si de divorcios se trata, nada como el que se advierte en la famosa lista unitaria independentista catalana. La unidad brilla por su ausencia, y el espectáculo de escuchar las declaraciones de unos y otros respecto a quién será presidente de la Generalitat roza el esperpento. Parecen más interesados en ver quién se impone a quién que en presentar un programa de futuro sólido y creíble para una hipotética Cataluña independiente. En cuanto al balance de gobierno de Artur Mas, ni mencionarlo. Más les vale.
Pilar Cernuda