Algo que sorprende al observador viajero es lo nuevos que están todos nuestros castillos medievales, impecables, flamantes, a estrenar.
Los castillos han sido construidos de nuevo, son obra nueva inspirada en viejos documentos. El furor constructivo llegó hasta las venerables ruinas. No importa si de paso el constructor ha desfigurado lo que eran, les ha quitado el alma y aire melancólico tan atractivo de las ruinas antiguas. Castles in Spain, des Châteaux en Espagne, son expresiones para significar planes imaginarios, quiméricos o irrealizables (diccionarios Chambers y Petit Robert) que ya no sirven.
Christopher Woodward, que fue director del museo de Bath y es un gran experto en ruinas y restauraciones, tiene un interesante estudio sobre el sentido de las ruinas como elemento de arte y de inspiración a través de los siglos (In ruins, 250 págs). Tras leerlo, se nos atemperaría ese afán restaurador, constructor, que tenemos en tantas autonomías y regiones y que está en parte motivado por una especie de vocación identitaria. Puestos a leer, en el supuesto caso de que tengan tiempo sus señorías y los alcaldes, lean El tiempo, gran escultor, de Marguerite Yourcenar. A lo mejor así entienden mejor que las ruinas tienen valor en sí mismas.
Por su parte, el jurista Santiago Muñoz Machado publicó un breve pero denso e interesante trabajo en 2010, La resurrección de las ruinas. Era a propósito del destrozo y construcción inventada del Teatro de Sagunto, y se extiende sobre la interpretación y jurisprudencia en torno al artículo 39 de la Ley de Protección del Patrimonio Histórico. La ley puede no ser perfecta, pero nos tememos que muchas de esas reconstrucciones lo son menos e incumplen la ley.
En efecto, muchos de los castillos, o ruinas que lo fueron, no son obras de consolidación las que han sufrido, sino demoliciones y nuevos lienzos de muro, almenas donde no había, torres prácticamente inventadas. Les falta el aire acondicionado. Están perfectos para las series de televisión de novela histórica.
Este furor renovador se debe a tres motivos: uno, los constructores tenían que hacer negocio cuando ya no tenían bloques que construir ni costas que mancillar, ayudados por los alcaldes; dos, la paradigmática ausencia de cualquier tipo de romanticismo en España. Somos bruscos y pedregosos. ¿Para qué ibamos a querer ruinas? Y, tres, se debe a esa concepción del turismo de parque temático que se va imponiendo, con “recreaciones” medievales y animación de calles. Esto es producto del turismo, como señalaba el ministerio en un informe sobre la Recuperación de edificios históricos para usos turísticos, de 1986. Ha primado la utilización y disfrute de esos edificios en vez de la pureza histórica. A veces, como en el caso del Parador Nacional que se perpetra ahora en la Dalt Vila, en Ibiza, le queda a uno la esperanza de que falte el dinero, para limitar los estropicios.
Parece que se ha seguido el modelo inventado por aquel funesto e hiperactivo arquitecto francés, Viollet le Duc, que a finales del siglo XIX, reconstruyó o construyó, mejor dicho, fortalezas como Carcassonne, preparándolas para ser los parques temáticos en que han convertido esas viejas ciudades. De tal forma y con tanto ardor trabajó que se acuñó la expresión violé par le duc, violada por el duque.
Los castillos de Castilla están casi todos como los Paradores de Turismo, es decir, cursis de tanto retoque (como muestra véanse los de Lerma, o Avila, cuya obra, hace décadas, desfiguró el viejo palacio medieval, u Olite, lleno de kitsch pseudo medieval). Pero ya empezamos a hacerlo por el sur, aunque la crisis de la construcción haya atenuado un poco ese ardor de inventar ruinas: en Montiel, Ciudad Real, parece que ya han empezado a destruir el castillo de la Estrella –el de la lucha fraticida entre Enrique de Trastámara y Pedro de Castilla-, a ver qué queda. En Segura de la Sierra, Jaén, lo han reedificado hasta la saciedad y lo poco que queda verdaderamente antiguo y con carácter son algunos lienzos de muralla. El de Santa Catalina, en la capital provincial, fue convertido en un Parador en los años sesenta, y su parecido con las ruinas preexistentes es pura coincidencia. Ruinas, como en muchos sitios, producto de la destrucción napoleónica, que practicó en la Península la táctica de la tierra quemada.
Pero a lo mejor es que no conocemos los arcanos del Estado y resulta que todo esto no es sino una secreta estrategia militar de defensa contra algún enemigo que se presente.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye