Como estoy recuperándome de una lesión en la espalda-los años y las barbaridades de juventud no perdonan-, paseo un poco. El médico me ha recomendado que ande todos los días al menos media hora para no coger peso. Lo cierto es que los facultativos tienen una manía con el tema de caminar que no entiendo, pero le hago caso no vaya a ser que me diga que tengo que dejar de fumar, ya que me ha dado por perdido en el asunto de expeler humo por la boca.
Mi lugar favorito ha sido siempre el centro de Madrid, con sus bonitos edificios blancos y grises; la Puerta del Sol, amalgama de razas y nacionalidades y sobre todo la Gran Vía que, aunque versión española de la avenida Broadway de Nueva York, tiene ese encanto perdido en otras ciudades patrias de mezclar lo moderno con lo atávico; lo mundano con lo espiritual.
Después de que unos tipos mal encarados me ofrezcan tarjetas para entrar en un puticlub de nombre sugestivo, continúo mi paseo por la populosa calle de Preciados. Contemplo como turistas y nacionales, se detienen extasiados ante los escaparates de las innumerables tiendas que adornan las fachadas de los edificios. Unos entran y salen con bolsas en la mano, mientras algunos hombres esperan en la puerta fumándose un pitillo mientras sus parejas funden la visa.
Casi en la Puerta del Sol y junto a unos grandes almacenes muy conocidos, observo un tumulto de personal, por lo que impulsado por mi natural curiosidad me acerco para ver qué ocurre.
Unos ocho o diez antidisturbios de la Policía Nacional protegen la puerta de la amenaza de unas decenas de tipos. Son anti-sistema según la nomenclatura moderna. Visten pantalones holgados de colores y camisetas con eslóganes políticos. Entre todos ellos, llama mi atención un zascandil con rastas que insulta verbalmente y con gestos a un mocetón vestido de azul. Gracias a dios lleva un casco puesto porque el individuo con cara de imbécil le escupe repetidamente en la cara, dando en la visera de plástico que lleva bajada para cubrir el rostro. En un movimiento, observo que en el cargador de la pistola reglamentaria lleva una pegatina de la bandera gallega.
Pienso en que estará pensando el policía. Posiblemente recordará sus tiempos de juventud en el pueblo, donde todo era mucho más sencillo. O quizás piensa en cuando su mando dará la orden de cargar, aunque en realidad no lo desee, porque probablemente quiera acabar pronto la larga jornada de servicio e irse al piso que tiene alquilado con cuatro compañeros y llamar a su novia-una chica madrileña que conoció en un garito-, para dormir juntos. Posiblemente no quiere entender que es lo que está ocurriendo en España en los últimos años, el solo cumple con su deber y su trabajo.
El gallego continúa impasible cuando el de las rastas se baja los pantalones y le muestra su culo peludo, mientras limpia los escupitajos con su enguantada mano. Intenta mirar hacia otro lado, haciendo caso omiso de las ofensas del otro, pero le observa de reojo, por si acaso. Le miro a los ojos y no descubro un solo atisbo de odio, tan solo de cansancio.
Al gallego impasible hasta ese momento le dolían los pies. Ahora, un inmenso dolor le lacera el alma.
José Romero