Hay algo radicalmente ominoso en la acción de destruir alimentos, sea para impedir que, por saturación del mercado, bajen los precios de los mismos, sea para subrayar una movilización de agricultores o ganaderos en pro de que suban, sea, como en el caso de la fiesta anual de pago de Buñol, por diversión. 160 toneladas de tomates, 160.000 kilos, que se dice pronto, se desvían cada año en ese aquelarre horticolicida de su fin natural, el consumo humano.
La Tomatina, que tal es el nombre que recibe la gansada de arrojarse tomates tumultuariamente, mueve, al parecer, unos cuantos millones de euros, los que dejan en el pueblo los turistas que acuden desde todos los confines, pero eso no justifica el sindiós de destruir un bien superior, el alimento, acaso el más sagrado y superior de todos. Decir ésto, que es lo que es, como que esos 160.000 kilos de tomates podrían procurar algún momentáneo alivio a la humanidad que se muere de hambre, será con toda seguridad tildado de demagógico, pues la lógica y la razón ofenden a la barbarie que se reputa como «tradición». Y con la «tradición» hemos topado.
La Tomatina, que tal es el nombre que recibe la gansada de arrojarse tomates tumultuariamente, mueve, al parecer, unos cuantos millones de euros
La «tradición» de la Tomatina tiene no más de cincuenta o sesenta años, y tiene su origen en una juerga inocua, la de unos mozos que un día se liaron a tomatazos. Pero de lo inocuo a lo inicuo hay sólo una letra, un paso, y lo que empezó siendo un desparrame normal y corriente, propio de la edad de algunos, ha devenido en una performance masiva, internacional, delirante, que deja unos millones de euros, pero, sobre todo, una sensación triste, incluso entre muchos buñolenses. ¿Qué no darían por devorar esos tomates, siquiera un día sólo, los miles de hambrientos fugitivos que se hacinan en las despiadadas fronteras de Europa? Esto de destruir tomates, vino, harina, leche, fruta, lo que sea, por diversión, nos hunde a todos un poco más en la miseria.
Rafael Torres