domingo, septiembre 22, 2024
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El camello más guapo del mundo

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El local es recoleto y no muy amplio. Una sola barra a la entrada atendida por una camarera con aspecto de valquiria teutona, una pequeña cabina para el pincha discos (ahora dis-yey) y un par de salas. Los servicios se encuentran en una planta inferior a la que se accede por una angosta escalera. Solo te permiten la entrada si te conocen en la puerta -guardada por un tipo enorme con pinta de haber sido guardaespaldas de Ceaucescu-, pero resulta que el dueño (un tipo especializado en abrir garitos y que la Policía se los cierre) es colega. Son las nueve de la mañana y no sé cómo he terminado en el tugurio, pero sospecho que la llamada del propietario invitándome y que me encantan los bares canallas ha tenido algo que ver.

La clientela es variopinta. Ocho o diez maricas sin camiseta luciendo musculatura y bailando la música electrónica como si su vida dependiera de ello; dos travestis que si te pillan moco te ponen mirando para Inglaterra, unas cuantas putas que han terminado su jornada laboral y tienen ganas de juerga; un montón de tíos y tías con la mirada perdida y mandíbula temblorosa por el efecto de la farlopa y algún tipo solitario acomodado en la barra, sin hablar con nadie, en una especie de melancolía, patética pero indolora.

El humo del tabaco (por supuesto se puede fumar aunque esté prohibido), forma una nube de contaminación que rompe los pulmones. El alcohol no es que sea de garrafón, es que simplemente parece que lo destilan en un alambique en algún secreto almacén del local.

Estoy tomando una copa y me entran ganas de ir al tigre para orinar. No puedo acceder al de caballeros porque está ocupado por una pareja que bombea fluidos en silencio, así que entro en el de señoras y libero mi vejiga. Siento una sensación maravillosa. A mi edad el mear se convierte en un placer.

“Este mundo es una mierda”

Cuando estoy a punto de irme, entra un tipo con más chulería en el cuerpo que un albañil en verano. El tío es guapo a rabiar. Pelo largo, ojos azules y barba de tres días. Bien vestido según los cánones actuales-que no pasarían un examen de Petronio, el árbitro de la elegancia en la antigua roma-, luce cuerpo fibroso y bronceado. Noto como las mujeres vuelven la mirada a su paso y los homosexuales le lanzan piropos. Pero él no se inmuta, va  a lo suyo, a su negocio. El dueño del bar se me acerca y me comenta al oído con despreocupación:

-Es un camello. Menudo hijoputa. Vende mierda más cortada que una monja en un burdel. Pero la gente le adora. Todas las noches se tira a una tía distinta. Y no te creas-asevera con gesto adusto en el rostro-, que son putas o poligoneras. Este tío se ha encamado con mujeres de las mejores familias de este país. Ya ves, cuestión de nacer guapo o feo. Hasta en la guardería no te tratan igual. Estoy seguro que este era uno de esos niños de anuncio de televisión con ricitos rubios y cara de ángel.

Apuro mi copa y me despido del colega. Vuelvo a casa en un taxi quedándome dormido durante unos segundos, o unos minutos, no lo sé a ciencia cierta. Cuando llegamos al destino, pago al taxista, subo a mi apartamento y me quito la ropa. Antes de quedar en brazos de Morfeo, me miro en el espejo del cuarto de baño y pienso en el tío del garito. Seguramente es el camello más guapo del mundo. Seguramente es un chulo y un cabronazo, pero ha tenido la suerte de nacer guapo “Este mundo es una mierda”, me digo. Y no puedo parar de maldecir a Walt Disney. Menudo desgraciado. Ha engañado a medio mundo y sobre todo a nuestros niños. Estaba completamente equivocado: la belleza no está en el interior.

José Romero

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