El único titular posible –esta vez no se puede echar la culpa a los medios– no deja de ser por lo menos tan provocador como poco relevante: el Ayuntamiento de Barcelona va a «replantearse» la presencia del Ejército en la ciudad. Así lo han asumido los grupos municipales de CiU, ERC y CUP que lo van a discutir en un pleno extraordinario la semana que viene.
Naturalmente el Ayuntamiento de Barcelona es muy dueño de replantearse lo que le venga en gana, desde la presencia del Ejército en la capital catalana hasta denunciar los acuerdos bilaterales con EE.UU. o las relaciones diplomáticas con Corea del Norte. Por replantear que no quede. Pero los promotores de la idea –que insisten en que Barcelona se sume a los municipios por la soberanía– saben perfectamente que tocar el tema del Ejército es meter el dedo en una llaga que no existe desde hace mucho tiempo, una llaga que ha cicatrizado ya gracias a todos pero en la que siempre que se hurga hay alguien que se sube al palito y amenaza con llenar de carros de combate la Plaza de Cataluña.
Lo cierto es que tampoco les hace falta mucho porque, como ya ha quedado patente en las hemerotecas, a alguno de los firmantes en cuanto ven volar dos aviones de combate por los cielos hermosos de Cataluña, les falta tiempo para anunciar que se está preparando una invasión. Y eso que aún no funcionan los servicios de inteligencia que piensan crear ni están siquiera apalabrados los buques de guerra con los que piensa dotarse la nueva armada de esa imposible Cataluña.
No es serio. Y al final no queda más remedio que tomárselo sólo un poco en broma. Pero es que son ya demasiadas cosas las que se han ido juntando desde que el sueño de Mas (arrullado por algunos) convirtiera en problema de estado lo que era –y sigue siendo– una aspiración legítima, siempre que se respeten las reglas del juego por parte de todos. Pero ese deseo sentimental para hacer de Cataluña una nación independiente lo que no puede es levantase sobre un tinglado de medias verdades, mentiras histórica, victimismos sin base y, sobre todo, un proyecto de futuro que más parece una 'peli' de ciencia ficción cutre que un pensamiento estructurado y elaborado por estadistas serios.
Si yo fuera catalán, ese catalán medio incluso nacionalista, me preocuparía mucho más de que funcionaran los hospitales o la educación. Si yo fuese ese catalán –y no quiero ponerme en la piel de nadie– sentiría un cierto pudor y hasta una vergüenza ajena viendo cómo se concretan las bases de ese futuro, preocupado –como decía antes– por el hipotético ejército catalán, su dotación armamentística y sus improbables servicios secretos. Entre tener un avión de combate o un DNI con el que no podría entrar en ningún país de la Unión Europa, la verdad, me quedo con el DNI válido.
Pero los mismos que proclaman el victimismo se empeñan en anunciar un paraíso que ellos mismos saben que no es cierto: en una Cataluña independiente no habría paro ni ajustes, la fiscalidad sería envidiable, el gasto público aumentaría hasta extremos insospechados etc. Y no, y ellos saben que no sería así. ¿Qué necesidad hay de engañar –de tratar de engañar– a la gente?
Pero Mas y los suyos han comenzado un camino sin retorno y aunque según las encuestas la lista de independentistas obtendría sólo el 37% de los votos, siguen empeñados en hablar en nombre de Cataluña toda y de todos los catalanes. Seguirán diciendo pese al 37% si se confirman esos datos, que «Cataluña y los catalanes quieren…» cuando lo que saldría de las urnas es justo lo que la inmensa mayoría de Cataluña y lo catalanes no quieren.
Andrés Aberasturi