lunes, septiembre 23, 2024
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Muros y vallas

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Cuando pienso en los valores que han identificado de siempre al proyecto europeo me vienen a la cabeza palabras como solidaridad, tolerancia, libertad. Ninguna tierra se identifica más con esos grandes principios que la que pisamos los 500 millones de europeos que habitamos los Estados que componen la Unión Europea.

Por ello, precisamente por ello, se me hace tan duro confrontar la imagen de este proyecto del que me siento tan orgulloso de formar parte con las vergonzantes imágenes procedentes del sur y este de Europa de miles de personas que tratan de alcanzar el sueño de vivir en paz, lejos del hambre o la muerte que son el pan nuestro de cada día en sus países de origen.

No solo se trata de la frontera con mayor diferencia en desarrollo económico y social, sino que a ello se suman conflictos en todo un conjunto de países próximos –Siria, Libia, Iraq– que convierten nuestras fronteras en auténticas ollas a presión

Evidentemente, se trata de un desafío mayúsculo de solución compleja. No solo se trata de la frontera con mayor diferencia en desarrollo económico y social, sino que a ello se suman conflictos en todo un conjunto de países próximos –Siria, Libia, Iraq– que convierten nuestras fronteras en auténticas ollas a presión en las que luchan por salir miles de personas necesitadas de buscar en Europa lo que sus tierras de origen les niegan. En circunstancias de tal desesperación, no hay valla que consiga frenar el impulso de huida, la pulsión de supervivencia.

Con todo, uno no puede dejar de tener la sensación de que Europa no se está comportando a la altura del drama: desde luego, sigue faltando que la política migratoria se aborde de manera conjunta por los 28 estados miembros de la Unión y, lo peor, es que nada hace pensar en que esto vaya a cambiar.

En los últimos meses, y tras la sucesión de naufragios y muertes de inmigrantes en el Mediterráneo, hemos asistido a la impotencia de la Comisión Europea para lograr que los Estados miembros aceptasen unos determinados cupos de acogida de refugiados que permitieran reducir la presión sobre países como Italia o Grecia, a los que se han sumado en las últimas semanas Hungría, Serbia o Macedonia.

La reacción del Gobierno de España al regatear con la Comisión para reducir los 4.000 propuestos a 1.300 es impropia de un país que sabe como ninguno lo que es hacer frente al drama migratorio. –No obstante, me reservo los calificativos a la actuación de un Gobierno que adopta decisiones como esa, o que retira la asistencia sanitaria a los inmigrantes sin papeles, o que nombra como candidato en Cataluña a una persona capaz de concurrir a unas elecciones democráticas bajo el lema Limpiando Badalona… Deleznable–.

El rechazo taxativo a acoger un solo refugiado de esa cuota como hemos visto en algunos Estados o el rechazo selectivo de otros países que se han negado a dar acogida a determinados inmigrantes por razones de credo muestran, sin duda, la peor cara de Europa, la misma que puso en evidencia hace escasas semanas Matteo Renzi al contraponer la Europa de los ideales y los valores concebida en Roma en 1957 con la Europa insolidaria, incapaz de hacer frente a uno de los mayores retos que ha conocido sin otra perspectiva que la de los “problemas presupuestarios” resultantes de afrontar esta tragedia. Problemas presupuestarios que, por otro lado, no parece haber afrontado el Gobierno de Hungría al desembolsar 30 millones de euros para elevar una valla a lo largo de su frontera con Serbia para detener la entrada ilegal de inmigrantes. Como si la perspectiva de una cuchilla fuera a disuadir a quien huye de la muerte… Nuevos muros 25 años después de la caída del Muro de Berlín, un motivo más de vergüenza.

Lamentablemente, la falta de una política común por parte de los socios europeos –y la ausencia de una voluntad firme de alcanzarla– está alimentando dos fenómenos deplorables. Por un lado, quienes se lucran de la necesidad y desesperación de los inmigrantes, haciendo negocio con vidas –y muertes– ajenas. Por otro, la expansión de ideas racistas y xenófobas por toda Europa, ideas que anidan no solo en partidos abiertamente antiinmigración sino que están contaminando a partidos centrales, lo cual supone una auténtica amenaza a la convivencia y al propio proyecto de construcción europea.

Yo me niego a aceptar una Europa, como advirtió este fin de semana Bernad-Henri Lévy en El País, “atrapada en sus contradicciones, acosada por sus soberanistas y sus xenófobos, minada por la duda de sí misma, y de la que lo menos que se puede decir es que ha dado la espalda a sus propios valores, pues simplemente ha olvidado quién es”.

Europa debe reaccionar ante esta tragedia: lo que necesitamos no son vallas contra la inmigración, sino solidaridad contra la necesidad y muros contra la intolerancia.

José Blanco

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