No hablamos de paladines que nos defiendan de algo, como en la olvidada novela (1926) del no menos olvidado José María Salaverría (Vinaroz, 1873). Hablamos de palacios y castillos, iglesias y estatuas que son pomposamente –y costosamente- iluminadas por los ayuntamientos hispanos por afán de reconocimiento turístico y de esplendor. Un poco sin ton ni son. Lo mismo un castillo que no se puede visitar o que sólo tiene el cascarón, bien construido y requeteconstruído, como dijimos en otra columna (Construyendo castillos) que una casa consistorial o de oficinas autonómicas más o menos singular.
Que yo sepa, nadie ha hecho un balance del coste en electricidad ni de la utilidad de mantener esos edificios iluminados en medio de montes, llanuras y ciudades en las que los paseantes a esas horas son poquísimos. Y también piensa uno que otras prioridades tendrán los consistorios, como adecentar los alrededores (chatarras, almacenes y naves de uralita, hierbajos, muy a menudo), nutrir las bibliotecas municipales, mejorar las guarderías, pagar mejor a los que se ocupan los ancianos, etcétera. Pero no, eso es para los pueblos franceses y portugueses, tan cuidados.
Tanto hablar de austeridad y empiezan a cortar por donde más daño hace, mientras los focos de neón, de led y otras luces blancas, lívidas, siguen afligiendo las antiguas construcciones para nada.
La gran excusa debe ser el turismo. Pero contrasta ese gasto con el número de familias que sufren cortes de electricidad
Podría además establecerse al menos un criterio regional, estatal, de Bellas Artes, de qué se debe iluminar y cómo, ante tanto derroche, profusión y, no menos importante, contaminación lumínica. Pero ¿para qué?, los ayuntamientos son soberanos, autónomos, independientes; y además, escuchan poco. Nuestra democracia, por llamarla de alguna manera, es así, mucha sigla y poca conversación. Como siempre, la gran excusa debe ser el turismo. Pero contrasta ese gasto con el número de familias que sufren cortes de electricidad cuando no les es posible pagar, de ancianos que ponen un brasero tóxico para ahorrar unos duros del costoso recibo de la luz.
Ni todos los castillos son el Partenón, ni la Almudena es Chartres, seamos más modestos y sobrios. Además, muchos viejos edificios pierden su carisma, su misterio, su aura cuando son blanqueados por esas luces muertas, alucinantes que no iluminantes. No fueron construidos para estar brillantes en la noche sino para defender, para proteger o para orar. Se diría que en nuestro pragmático país no se quiere alimentar ni la imaginación ni la melancolía de esos caserones, monumentos, castillos y plazas.
Como no vamos a desmantelar todo el arreo de cables y lámparas, que sería caro, al menos podríamos inventar un sistema como el que hay en algunas iglesias: se ponen unas cuantas monedas y se ilumina el retablo unos minutos. El que quiera ver la iluminación que la pague.
También podríamos hablar de todos esos pueblos que iluminan plazas y calles a profusión –instalar un farol viene a costar un mínimo de seis mil euros-. Los excesos se pagan, o peor, los pagamos los contribuyentes municipales. Por cierto, no harían mal los Ayuntamientos en publicar sus cuentas de luz, separando las de los servicios, oficinas y las de puro boato o autobombo.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye