Al arrimo de mi querencia por el conocimiento, del goce en las palabras, y de la confianza de mi editor (él Estrella, yo Latino) emprendo con entusiasmo la tarea de compartir experiencias y puntos de vista con mis flamantes lectores. El rótulo “Acaso irreparable”, título de un espectral relato del maestro Benedetti, acompañará estos apuntes de vida cultural a flote entre las orillas de la sugerencia y de la reflexión. Verdaderamente, además de un título sonoro, “Acaso irreparable” abriga bien el acento misterioso y la condición perpetua que acompañan a toda creación artística de calidad.
De mí, decir que desde hace 8 años tengo la fortuna de que mi devoción por la cultura se ha convertido en profesión. Nací en año –1969- de prodigios y de transgresiones, soy madrileño a rayas, y en mi linaje habitan la épica de los ejércitos y la lírica de los campos del norte.
Prometo huir de la horterada –ni mis vacaciones fueron cortas ni estoy aquí de viernes-, de los tópicos –no escribo cuadernos de bitácora- y en la medida de lo exigible de los reduccionismos –de verdad que el tango dice más cosas que “veinte años no es nada”, de verdad que Machado ha escrito más versos que “se hace camino al andar”-. Y desde luego me esforzaré en burlar cualquier tentación de soberbia o de rotundidad. Les ruego sean clementes si no cumplo mis promesas, pero impíos si incumplo la de no incurrir en la horterada.
Sean impíos si incumplo la de no incurrir en la horterada
Hechas las presentaciones me decido a escribir acerca del reverso lóbrego de los meses de vacaciones, del sol que abrasa y del mar que ahoga. Me refiero a las noticias que alteran la mansedumbre de los diarios del verano con el fallecimiento más o menos esperado de ellos, de los creadores, de los artistas. Les llamamos inmortales, les llamamos infinitos, y no obstante –memento mori– la metáfora se desmenuza ante la facultad aniquiladora de la muerte.
Este verano nos despertamos sin el donaire de bardo de Javier Krahe: las flores que saldrán de su cabeza algo tendrán de aroma. Se fue después Lina Morgan, asomando esta vez sin ensayos su mueca más trágica. Y murió Daniel Rabinovich, emblema del ingenio transoceánico de Les Luthiers.
Este verano falleció también Rafael Chirbes, tan nuestro pero tan tardíamente descubierto para la mayoría de lectores. Algunos saborearon en su momento “La buena letra” o “La larga marcha”, pero la mayoría se acercaron con su –nunca mejor dicho- negro sobre blanco a partir de las de alguna manera concatenadas “Crematorio” y “En la orilla”. Ambas se baten en la opulencia y en la bancarrota, en el vicio y en la deslealtad. “Crematorio” nos muestra la desmesura de los patricios y “En la orilla” nos revela la desesperación de los plebeyos, unidos unos y otros en el fango de la ambición.
A Chirbes le correspondió tejer la memoria de un tiempo rudo y sin concesiones
Se trata de dos novelas lúcidas, corrosivas, descaradas y descarnadas. Y de un retrato de arriba abajo y de abajo arriba de una cuenca mediterránea que podría ser España y que podría ser Europa y que podría ser –¡ay!– demasiados lugares.
Afirma Balzac que “la novela consiste en contar la vida privada de las naciones”, y a Chirbes le correspondió tejer la memoria de un tiempo rudo y sin concesiones. Detrás de la hecatombe económica estalla siempre la degradación moral, aún más difícil de prevenir y aún más difícil de atajar.
Qué triste que este verano murió Chirbes, qué buen tributo leerle este otoño.
Fernando M. Vara de Rey