Si le digo a usted la verdad, me resulta indiferente que Mariano Rajoy convoque las elecciones generales el 13 de diciembre o el domingo siguiente, 20-D. Comprendo el revuelo que ha levantado la cuasi -cuasi, que Rajoy es pura galeguidade- confirmación de que tal vez la fecha sea esta última, confesión arrancada por mi admirado y amigo Carlos Herrera en su entrevista este jueves con el presidente. Pero a mí lo que realmente me ocupa y preocupa es con qué equipaje ideológico y programático va a concurrir Rajoy a las elecciones. Y de eso el jefe del Gobierno y aspirante a lo mismo tras el 20-n dijo muy poco. Lo cual no deja de inquietarme. Puede, es probable, que gane esas elecciones, que convocará previsiblemente a mediados de octubre, disolviendo las cámaras legislativas; pero ¿qué ocurrirá después, el 21-D?
Supongo que a Rajoy le importa bastante poco que yo afirme que le respeto como político por su sentido común, su honradez -aunque algunos quieran cuestionarla: las acusaciones, tantas veces sin pruebas, van con el cargo- y su patriotismo. Lo que ocurre es que no puedo dejar de confesarme crítico ante su falta de liderazgo a la hora de plantearse los grandes retos que la nación y, por tanto, los españoles tenemos ante nosotros. Imposible afrontar esos comicios generales sin entender que la próxima Legislatura será, necesariamente, la de las grandes reformas, incluyendo entre ellas la de la buena Constitución de 1978 que necesita urgentes reparaciones. Y será la de la consolidación territorial (o no) y la que definirá la presencia española en la Unión Europea.
Lo que yo, que al fin y al cabo soy un ciudadano más cuya opinión difícilmente llegará a La Moncloa, reprocho a Rajoy es su reticencia a aceptar no los cambios -que también- sino el Cambio. Para él, 'previsible' quiere decir, por lo visto, inamovible. Incluso el modo como ha sido propuesto y anunciado, un paso, por otra parte, tan lógico como la reforma del Tribunal Constitucional, que no es cualquier cosa, muestra hasta qué punto el presidente está mal asesorado y hasta dónde llega su incomunicación con otras formaciones políticas, a las que lógicamente debería haber consultado antes de que Rafael Hernando y ¡Xavier García Albiol, que ni siquiera es diputado! anunciasen en sede parlamentaria, y ante cartelería del PP, esa propuesta de reforma por la vía de urgencia.
Ya sé que la independencia de Cataluña es imposible, pero el distanciamiento de un sector importante de la sociedad catalana es muy probable. Y será tras el 27-s cuando habrá que empezar a intentar remendar la situación, y tras el 20-d cuando haya que culminar alguna importante operación de Estado para que España vuelva a ser un país normal.
Y eso es lo que más me preocupa, tras escuchar la, por otra parte, significativa entrevista del presidente con Carlos Herrera: que la hoja de ruta de Rajoy, que siempre se ha mostrado tan prudente, se pueda ver trufada de ocurrencias apresuradas para demostrar que sí, que existe un plan frente a la formidable amenaza secesionista de Artur Mas. De momento, la propuesta de reforma del Tribunal Constitucional lanzada por el Gobierno ha tenido un efecto perverso: ha dividido al 'bloque antisecesionista' en torno al tema (uno más en la discordia general) y ha propiciado que, casi en vísperas de la Diada, el independentismo se rasgue las vestiduras hablando de la 'maniobras de Madrid contra Cataluña'. Algo que le ha venido muy bien a Mas para intentar –¿lo habrá logrado? El 27 de septiembre lo sabremos- tapar el escándalo derivado de las comisiones del tres por ciento por adjudicación de obra pública: 'maniobras de Madrid', dicen, procurando no entrar en la indudable verosimilitud de la existencia de esa comisiones*desde hace no menos de una década, probablemente mucho más.
Es muy grave a mi juicio lo que está ocurriendo: en Cataluña se deslegitima la independencia judicial -allí, donde tantos despropósitos se han cometido en los tribunales 'locales'- y, con la ofensiva de palo más que de zanahoria que se pone en práctica desde el partido gobernante, sin que haya habido, que sepamos, ni un solo intento serio de diálogo, se aleja cada día más a una parte de los catalanes con respecto del resto de sus compatriotas españoles. Ya sé que la independencia de Cataluña es imposible, pero el distanciamiento de un sector importante de la sociedad catalana es muy probable. Y será tras el 27-s cuando habrá que empezar a intentar remendar la situación y tras el 20-d cuando haya que culminar alguna importante operación de Estado para que España vuelva a ser un país normal, donde las instituciones no estén en cuestión, donde se cumpla la ley, donde el Gobierno central pueda jugar su papel y los autonómicos cada uno el suyo -que no tiene por qué ser el mismo para todos–.
Nada de esto le escuché este jueves a Rajoy, a quien no hay quien le aparte del sendero, tan trillado, que se ha trazado. No culpen a los mensajeros. Ni a su partido, que, con todo, sigue siendo el más importante y capaz del arco parlamentario. Ni a la coyuntura. Me temo que, a estas alturas, a quien habrá que culpar es a él, que aún está a tiempo, aunque ya casi no, de variar algo -algo- su rumbo imperturbable.
Fernando Jáuregui