Aunque no sea ni mucho menos una regla general, la genialidad suele ir acompañada de la soberbia, de tal manera que el carácter de las personas más válidas desde un punto de vista intelectual es, a la vez, difícilmente soportable por los que les rodean y soportan en el día a día. Una cosa es visitar una sala de exposiciones y disfrutar de las extraordinarias creaciones de tal o cual pintor, leer las páginas de un magnífico escritor o escuchar las composiciones de un atinado músico, y otra muy distinta convivir con sus manías, miserias y egocentrismos. Esa soberbia en ocasiones llega a un nivel de engreimiento tal que incluso conlleva un desprecio manifiesto hacia lo que consideran insulsas preocupaciones y pobres circunstancias sufridas por todos los demás. De alguna manera, el genio de muchas figuras del arte no es suficiente para compensar esa completa ausencia de empatía que los transforma, desde un punto de vista humano, en seres carentes de cualquier interés.
No parece que éste fuera el caso de Mozart. Según coinciden la mayoría de sus biógrafos, tenía un carácter que, además de alegre, le hacía extremadamente agradable a todos, salvo naturalmente a aquellos que, como Antonio Salieri, nunca pudieron superar el profundo encomio provocado por una siniestra envidia frente a la perfección de sus composiciones. También es cierto que Mozart consideró muy pobres las obras de casi todos los demás compositores, con una más que notable excepción, las de Giovanni Paisiello, por las que sintió una sincera y profunda admiración.
En menor medida, también sintió un gran respeto al menos hacia una de las de Gregorio Allegri, el célebre Miserere, obra con la que tuvo siempre una especial relación desde que con 14 años consiguiera transcribirla entera tras una única audición en la capilla Sixtina. La transcripción de esta composición, cuya belleza había llevado a los Papas a declararla secreta y a prohibir su reproducción bajo pena de excomunión, le sirvió al joven Mozart para afianzar todavía más la fama extraordinaria y precoz de su talento. De hecho, Clemente XV, cuando tuvo conocimiento de tamaña hazaña, no sólo levantó la excomunión sino que nombró al mozalbete caballero de la Orden de la Espuela de Oro.
Se llegó a afirmar que el finísimo oído de Mozart se debía a la forma plana y algo inquietante de sus orejas, en las que faltaba la circunvolución interna, que es habitual en las de la mayoría. Tanto fue así que, desde entonces, se dice que tienen oreja de Mozart esas personas cuyos pabellones auditivos reproducen tan peculiar forma, aunque no por eso tengan mejor oído que los demás mortales.
Ignacio Vázquez Moliní