A Artur Mas, en su indudable mesianismo, le encantaría leer, que obviamente no lo hará, este titular: el Estado, contra él. Ni más, ni menos esta es la situación. De lo que no hay muchas seguridades es de que la racionalidad de un Estado que obviamente funciona mal pueda vencer al fanatismo de quien está preparado para convertirse en algo parecido a un nuevo Companys -sin fusilamientos, obviamente; y sin cárcel, claro–, obviando la realidad y falseando los datos; por ejemplo, la inmediata aceptación de la Unión Europea a la independencia de Cataluña. Angela Merkel y después Cameron y antes Manuel Valls y próximamente Juncker, o Draghi, o quién sabe ya han dicho inequívocamente, probablemente a instancias de La Moncloa, que eso no ocurrirá, que la UE no funciona así, que Cataluña tendría que 'ponerse a la cola' para ser admitida. Y hay varios candidatos, Turquía entre ellos, nada menos, que aguardan desde hace años.
O los empresarios, que van, poco a poco, dejando oir sus voces de cautela ante el proceso, cada vez más rupturista con cuanto España significa. He escrito algunas veces que no sé qué tiene que ocurrir ya para que una mayoría abrumadora de catalanes vea con toda claridad que los inconvenientes de lo que propone Mas -por cierto: ¿qué es lo que propone, además de cortar amarras con 'Madrid'?- son muchos más que las ventajas. Puede que ya lo vayan entendiendo: los próximos días acogerán una multitud de encuestas acerca de lo que puede ocurrir el 27 próximo, tres semanas para el choque de trenes.
Pero ya digo: el Estado que se sitúa frente a Más es un poco como el ejército de Pancho Villa. Tiene ocurrencias como la extemporánea -aunque necesaria, sin duda- reforma del Tribunal Constitucional, que ha servido para dar a Mas, sin comerlo ni beberlo, la baza de ver cómo un nuevo hito divide al bando 'antisoberanista', si es que tal cosa existe. El Estado está descoordinado, como lo demuestra la que se ha montado en torno a la crisis humanitaria de los refugiados que huyen del doble genocidio en Siria, en Irak, en Afganistán, o del hambre en Africa: ayuntamientos contra ayuntamientos, Gobierno frente a oposición… ¿Se puede hacer política con minúscula a costa de la desgracia, en lugar de Política de ayuda, coordinada desde el Gobierno en colaboración con una sociedad civil que parece que quiere, por una vez, mostrarse generosa?
No creo que el mal funcionamiento sea culpa de un solo hombre, Rajoy, ni de un Gobierno, el del PP. El Constitucional carecía de potestad coercitiva desde antes, la LOMCE no se aplicará como antes no se aplicaron otras leyes educativas, las reformas legales no se pactan de la misma manera que, salvo excepciones puntuales, jamás se pactaron y la falta de ideas innovadoras y de ganas de llegar a acuerdos es más o menos la de siempre. Lo que ocurre es que uno no puede evitar preguntarse si las cosas hubiesen discurrido como hasta aquí con el primer Felipe González, que ahora se prodiga en todos los foros, o con el Aznar de la primera Legislatura. O con el Miquel Roca de siempre, por ejemplo. Puede que la política se haya ido degradando y no me refiero a la corrupción, que es ahora, parece, menor que nunca, aunque esté pasando la lógica y necesaria factura a quienes tanto la practicaron en el pasado. Convergencia Democrática de Catalunya, por ejemplo. Veremos si el espectáculo que el partido gobernante en Cataluña ha dado durante tantos años de tres-por-cientos (por decir lo menos), ahora, tan tarde, puesto en solfa, pasa factura a Mas, que todo lo sabía, todo lo controlaba, en las urnas.
Yo creo que el Estado ha llegado tarde, con cuantas declaraciones de Merkel y Cameron queramos, a las elecciones catalanas. Dos años y una década tarde, por lo menos. Ahora tiene que prepararse para las elecciones generales, parece que definitivamente fijadas para la fecha que todos ya barajábamos, el 20 de diciembre. Entre octubre y fin de año veremos hasta dónde es capaz de llegar este Estado, que no son solamente Mariano Rajoy y Pedro Sánchez y Albert Rivera y Pablo Iglesias y Urkullu, ni el Rey, ni los tribunales, ni el Ibex, sino todos ellos. Y nosotros, que llevamos mucho tiempo pidiendo pactos en las cuestiones fundamentales y exigiendo más protagonismo para la aún débil sociedad civil. Yo lamento haber iniciado esta crónica con el titular de 'El Estado versus Artur Mas' (que no versus los catalanes). Me gustaría, tras el 27-s, poder escribir algo como esto: «el Estado, en diálogo con Artur Mas», en busca de soluciones que hagan evitable lo que, de todas formas, es imposible, esa independencia que, ya se sabe, masivamente pedirán los que salgan a la calle esta Diada. Que ni son el Estat Catalá ni son, ni mucho menos, todos los catalanes.
Fernando Jáuregui