Esa delgada línea legal que distingue entre refugiados y «sin papeles» tiene sentido en tiempos de una cierta normalidad aunque desde un punto de vista moral resulte un tema espinoso y debatible. Todos entenderíamos que los opositores a la impresentable dictadura de Maduro (ay Monedero, el corazón -quiero pensar que es el corazón- te hace perder el sentido de la realidad) pidieran y obtuvieran en un país democrático asilo político y la consideración de refugiados. Algo sabemos de eso en la España franquista.
El problema surge cuando no se trata de casos individuales sino de avalanchas migratorias que huyen de una muerte o de una esclavitud expulsados de sus pueblos, de sus casas, de sus paisajes por un llamado Estado Islámico cada vez más poderoso y contra el que todos claman pero nadie termina de tirar la piedra sin esconder la mano; ni la UE, ni la OTAN ni los EEUU y mucho menos los países árabes que no sólo ni ayudan -hay alguna excepción- sino que dan cobijo en forma de dinero a estos grupos que han declarado la guerra al mundo.
La buena voluntad, desgraciadamente, no arregla los problemas.
Incluso los países más receptivos cerraban ayer sus fronteras y hasta desplegaban al ejército para tratar de controlar la masiva entrada de refugiados -o no, porque personalmente no me permito hacer distinciones- por las fronteras de Europa. Entre tanto se hacen colectas entre la población para ayudar a esta pobre gente y con mejor voluntad que visión de futuro, yo también escribiría una pancarta dando la bienvenida a esas familias, las que logran llegar, y rezaría por la cantidad de muertos que deben de quedarse en el camino. Pero la buena voluntad, desgraciadamente, no arregla los problemas.
Claro que es urgente, justo y necesario que los niños-víctimas de esta barbarie tengan leche y agua y los mayores el pan de cada día. Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Hasta qué número? Y cuando el drama decaiga mediáticamente ¿qué se va a hacer con ellos? ¿Dónde alojarlos y cómo darles un futuro que les garantice al menos la no marginalidad? Alemania, la denostada Alemania, una de las que ya ha empezado a controlar sus fronteras, espera que en total y de una forma cada vez más rápida entre en su país un millón de refugiados. Grecia ya no puede más. Austria se declara impotente. Hungría… ya se sabe lo que pasa en Hungría. ¿Puede Europa afrontar ese reto, un reto que no va a acabar hoy ni mañana ni seguramente dentro de muchos meses? Esto va para largo y cada vez será más complicado.
Cuando Canarias o luego Lampedusa pedían a gritos que la UE se hiciera cargo del drama de la pateras, en Bruselas miraban hacia otro lado y aquello no era más que el principio que nadie quiso ver. Está claro que la brutalidad -consentida- del llamado Estado Islámico ha desbordado todas las previsiones, pero el drama que viene asolando a buena parte de África no se puede solucionar ni cerrando las fronteras ni abriéndolas de par en par. Algo está pasando en este mundo global y habrá que hacer frente a ese drama que es ya una realidad cotidiana en tierras europeas. Hay que dar al menos dos pasos más. El primero y más inmediato, parar y destruir el Estado Islámico por la fuerza de las armas. Occidente ha hecho muchas guerras que, para ser benévolos, podríamos calificar de «estratégicas» -en realidad serían «interesadas»- pero no se sabe por qué se contemplan en silencio las atrocidades de ese nuevo nazismo que representa el IS.
El segundo paso sería restituir seriamente todo lo que la Europa Colonial ha saqueado en África a la que robó su pasado y negó el futuro. Y se puede hacer en forma de inversiones y bajo la supervisión de la ONU. Pero esto es predicar en el desierto y más en medio de una crisis económica. Es más fácil organizar un telemaratón que sacar agua para fertilizar los campos; más fácil y mucho más barato.
Andrés Aberasturi