Se le saltan a uno las lágrimas al comparar el nivel de la oratoria de nuestros actuales políticos con el que era habitual entre los próceres de antaño. Si lo que uno compara son los textos que unos nos legaron y los que los otros siguen publicando, lo que entonces brota no son lágrimas, sino unas ansias irrefrenables de salir huyendo para librarse cuanto antes de tanta vulgaridad y de tantísima incultura.
Al releer el diario de sesiones del Congreso y comparar las antiguas intervenciones de los diputados con las de hoy en día, lo mínimo que uno se pregunta es por las razones que nos han llevado desde las alturas de los discursos de Sagasta o de Ortega, por ejemplo, a las miserias expresivas con las que nos castigan los actuales portavoces.
Si lo que se comparan son los textos, entonces el desánimo es completo. Basta para que el lector comparta esta afirmación con que recuerde –sin entrar en disquisiciones ideológicas– la riqueza de imágenes o la lógica del discurso de cualquier artículo de Prat de la Riba, con la desdichada sintaxis y la pobre argumentación de esa reciente carta, que tanto deja que desear desde el punto de vista gramatical, dirigida por Artur Mas a todos los españoles.
En efecto, no hace tanto que en España los políticos llegaban a los quehaceres públicos tras haber demostrado su competencia en el ámbito profesional, donde todas las actividades –desde el pensamiento del catedrático de metafísica hasta la pericia inigualable del tipógrafo– resultan igualmente dignas, loables y necesarias para el desarrollo armonioso de la sociedad.
Hoy, sin embargo, la situación es muy distinta. La mayor parte de los políticos proceden de la propia política, sin haber pasado por ninguna etapa anterior donde hubieran podido destacar por su entrega y dedicación en cualquier ámbito de las actividades humanas. Son muy pocos los que en su haber tienen algo más que las meras intervenciones que llevan a cabo en el ejercicio de sus funciones públicas, y muchos menos los que, sin ayuda de secretarios y toda clase de subalternos difícilmente clasificables, conseguirían redactar con mediana calidad un breve artículo.
Es sin duda este estado de cosas el que explica que, no hace demasiado, a muchos nos sorprendiera la calidad literaria, la finura intelectual y la erudición extraordinaria de un artículo en el que un antiguo ministro disertaba sobre Tirant lo Blanc y Don Quijote de la Mancha, enmarcando con maestría ambas obras en el actual escenario que se vive en Cataluña.
Sin embargo, poco duraron tanto la agradable sorpresa como la gran satisfacción al comprobar que en España conservábamos todavía al menos un antiguo ministro ilustrado. A los pocos minutos, el mismo diario publicó una nota corrigiendo el engaño. La autoría del artículo, erróneamente atribuida al exministro, correspondía en realidad a un eruditísimo académico de la lengua.
Ignacio Vázquez Moliní