España sin Cataluña es como un libro al que se le hubieran arrancado sus capítulos esenciales; no podríamos leerlo ni hacernos una idea de la narración.
Cataluña siempre significó el acicate para ser más eficientes, más cultos. En los años sesenta y setenta presentaba casi el único ejemplo de sociedad civil liberal y antifranquista. Cataluña ha sido un modelo para los españoles, además del lugar donde tres millones fueron a buscar trabajo porque era uno de los motores del país.
Hoy, muchos quieren acabar con eso. Pero la pell de brau ya no sería igual, sería una simple pell de cabra.
Es muy importante darse cuenta de que la posición de los independentistas es más emocional que racional. Hay una gran carga de desafección y eso no se ataja con recursos de inconstitucionalidad. Es simplista atacar el separatismo a base de normas, argumentos europeos, tremendismo financiero. Eso es una muestra de la mentalidad de covachuelistas de la vieja España que parece prevalecer en Madrid. Ni es política ni tiene sensibilidad histórica. Con triquiñuelas y procedimientos no se resuelve nada.
Cataluña ha tenido momentos de optimismo y otros de pesimismo. La tentación separatista es un estado de consciencia colectiva que siempre ha existido.
Artur Mas, hábilmente, ha desencadenado todos los fantasmas; lleva años explotando posibles y presuntos agravios para fomentar antipatía, hartura, enemistad incluso. Hasta el punto de que los demás españoles -ignorantes de otra lengua como suele ser el caso- casi se sienten mejor acogidos y recibidos en Lisboa que en Barcelona. O en París, que ya es decir. Mas nos ha hecho sentirnos extraños, incómodos, recibidos con mera cortesía, como mucho.
Todo lo que aprendimos y admiramos de Cataluña, desde su seny y buen sentido, desde la Nova Cançó hasta las librerías, la mejor protección del paisaje, la ética del trabajo, la amabilidad sin estridencias, nos lo truecan hoy en resentimiento, agresividad, falsas cuentas y cuentos (lean el libro de Josep Borrell que acaba de salir). Hasta los que amamos el país, leemos su lengua y simpatizamos de entrada con los catalanes, no nos sentimos bienvenidos sino malquistos por los independentistas. Incluso somos sospechosos porque rompemos el esquema del castellano anticatalán, que tanto les gusta.
Es cierto que Castilla y Madrid han vivido en general de espaldas a lo catalán (y a toda la periferia y a las islas, que los catalanes no son los únicos ignorados). No hemos escuchado a Cataluña como re-clamaba Joan Maragall. Todo eso lo ha explicado muy claramente Juan Perucho (Teoría de Cataluña).
Pero no hay una falla geológica entre Cataluña y el resto de España. Todas las diferencias no son razón para dar un portazo y largarse, para excluir la lengua castellana, para crear, como ya se está haciendo, dos Cataluñas, la nacionalista y la no nacionalista. El federalismo, propuesto desde hace más de un siglo por las mentes más preclaras, es una solución positiva, con futuro.
Se puede votar con la arrogante superioridad nacionalista (“somos mejores”), con las creencias, pero se vota también venciendo la tentación fácil del rencor, con el afecto, con mirada limpia, sin pócimas raras, porque si no esto sería un repudio y no un divorcio.
Unamuno, gran amigo de Maragall, pidió catalanizar España. Hay mucho que hacer juntos, no encerrarse, retraerse o apartarse. Cataluña, no te vayas.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye