miércoles, noviembre 27, 2024
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Urge altura de miras

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A lo largo de los últimos días me he preguntado en innumerables ocasiones si la campaña electoral catalana estaba sirviendo para algo, siendo la respuesta siempre la misma: más bien para poco.

Siendo honestos, la candidatura independentista de Junts pel sí –me niego a hablar de candidatura unitaria como falsamente se definen y erróneamente a ella se refieren todo tipo de medios de comunicación: lo único que une esa candidatura es a los que han dividido a la sociedad catalana a lo largo de estos años, y ni tan siquiera a todos– ha seguido repitiendo los mismos mitos falsos –España nos roba–, las mismas mentiras –una Cataluña independiente sería una Arcadia feliz integrada en la Unión Europea y el euro–, los mismos despropósitos –declaración unilateral de independencia–.

Inasequible al desaliento, la tripulación del frankenstein armado por Artur Mas para esconderse y evitar dar la cara ante la ciudadanía por los destrozos –sociales, económicos, democráticos, de imagen exterior– causados por su presidencia se ha aplicado en llevar la buena nueva del advenimiento de la tierra prometida de la independencia a cada rincón de Cataluña, ocultando el sentido último de unas elecciones autonómicas: conformar una mayoría de gobierno que aplique un programa político dentro de las amplísimas competencias de la Generalitat de Cataluña.

Todo lo contrario, fuerzas pretendidamente progresistas se han afanado en blanquear los gravísimos recortes sociales impuestos por Artur Mas en educación, sanidad o dependencia, el desplome del poder adquisitivo por encima de la media española, la duplicación de la deuda pública bajo su presidencia y todos los casos de corrupción que han afectado al partido que preside, cuyas sedes han sido embargadas, con un único argumento: el purificador surgimiento de la nueva patria. Pero de cómo hacer frente a todos esos problemas al día siguiente de estas elecciones, de qué programa aplicar y de quiénes serían los encargados de hacerlo, ni una palabra. Es decir, la única certeza el próximo lunes es que Cataluña habrá ascendido un peldaño más en la espiral de la división, la inestabilidad y la ingobernabilidad.

En honor a la verdad, sí han añadido algún despropósito nuevo, como el surgido en esta última semana de campaña, en la que los líderes independentistas se han fajado en defender que la independencia no supondría la pérdida de la nacionalidad española. Como diría el maestro Miguel Ángel Aguilar, ¿pero qué broma es esta? ¿Un independentista catalán favorable a vulnerar la legalidad para declarar unilateralmente la independencia que quiere mantener la nacionalidad española? El colmo del absurdo. De Mariano Rajoy y su entrevista a este respecto mejor no hablamos: se me han agotado los calificativos para tanta inanidad política.

Hablando del PP, su campaña sí ha servido para algo: para que Xavier García Albiol reconociera que “la recogida de firmas que se hizo en 2006 contra el Estatut podía tener muy buena voluntad e intención pero en Cataluña no se entendió y fue entendida como una agresión”. Ya era hora. Aunque le faltó incluir en esta estrategia “contra” –menuda carga semántica la de esta preposición– el boicot a los productos catalanes o el recurso ante el Tribunal Constitucional, estrategia que acabaría alimentando toda esta deriva.

Sí, hay pocas dudas de que en el reparto de culpas hay dos actores principales –Mas y Rajoy– y una misma ideología: el nacionalismo excluyente que ambos practican con el único objetivo de polarizar a la sociedad y obtener y/o mantener el poder, ocultando de paso la beligerancia neoliberal de su proyecto político. Y que nadie haga lecturas torticeras: siempre estaré al lado del presidente del Gobierno en la defensa del cumplimiento de la legalidad democrática, la última frontera frente a la arbitrariedad y la barbarie. Pero nunca validaré una estrategia que sembró la discordia. Y de aquellos polvos estos lodos.

Con todo, sí se han producido novedades durante esta campaña: todo un conjunto de actores que han acabado movilizándose para aclarar posiciones y arrojar luz sobre los costes de la aventura en que Mas y sus correligionarios pretenden embarcar –más bien, embaucar– a Cataluña.

Ciudadanos que se han movilizado en las redes sociales en defensa de la convivencia de Cataluña en España; pequeños comerciantes y grandes empresarios que han advertido de las lesivas consecuencias que conllevaría sobre la actividad económica y el empleo; líderes políticos de medio mundo advirtiendo de la falta de reconocimiento ante una eventual e ilegal declaración unilateral de independencia; esclarecedores estudios sobre el impacto económico de tal decisión, como el elaborado por Josep Borrell y Joan Llorach en su libro Las cuentas y los cuentos de la independencia.

Sí, finalmente la convocatoria electoral ha acabado forzando a todo un conjunto de actores hasta ahora callados –o silenciados– a alzar su voz y encontrar eco a sus alarmas sobre los riesgos y los costes de la independencia, con las que han ido desmontando mitos, falsedades y despropósitos de tantos años de propaganda secesionista.

Pero más allá de todo ello, este domingo Cataluña acude a las urnas. Y estas elecciones no son unas elecciones más porque unos irresponsables han llevado a la ciudadanía catalana a una situación de tensión extrema, convirtiendo estas elecciones no en plebiscitarias, sino en un ajuste de cuentas que en última instancia legitime la exclusión de los derrotados. Han convertido las urnas democráticas en urnas funerarias, en las que enterrar una Cataluña plural y abierta, ejemplo de convivencia cívica para toda España, para erigir una Cataluña uniforme y excluyente, plagada de vallas internas y externas.

Como es evidente, siempre he defendido, defiendo y defenderé que Cataluña forme parte de España, al igual que he defendido, defiendo y defenderé que a los problemas políticos hay que darles soluciones políticas: negarse a aceptar siquiera el problema y escudarse en la ley no sirve más que para revelar la incapacidad política de quien así actúa. Pero vulnerarla no sirve más que para revelar las nulas convicciones democráticas de quien así actúa y conducirnos al abismo.

Así que va siendo hora de que todos asuman de una vez que el problema existe, porque si bien la sociedad catalana está dividida frente a la cuestión de la independencia, no lo está en cuanto a la necesidad de revisar la relación de Cataluña con el resto de España. Y esto exige una respuesta que, al menos desde mi humilde opinión, sólo podrá venir de la mano de una reforma constitucional que aporte una salida diferente al actual frentismo pseudopatriótico. Y del recambio de los líderes que lo han provocado, añadiría.

Mientras tanto, y desgraciadamente, nada podrá evitar la sensación de que por culpa de unos irresponsables con nombre y apellidos, sea cual sea el resultado este domingo, en estas elecciones habremos perdido todos porque habremos debilitado lo más importante en democracia: el respeto a las normas que rigen nuestra convivencia, el respeto al adversario, el valor de la palabra, la voluntad de acuerdo.

Sinceramente, por el bien de la convivencia, espero que a partir del 28-S seamos capaces de aparcar patrias y banderas y de devolver al corazón de la política la racionalidad, la responsabilidad y la altura de miras que nunca debió dejarse de lado.

José Blanco

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