miércoles, noviembre 27, 2024
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Volver a Ortega y Gasset

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Recordaba hace unos días esa magnífica escuela de oratoria parlamentaria que, como la de Ortega, anunciaba un proyecto colectivo que de no verse truncado por los enfrentamientos políticos y sociales que culminaron con la guerra civil, habría llegado a echar auténticas raíces y, al cabo de los años, posibilitado que España se situase en el nivel de desarrollo y de convivencia que era no sólo deseable sino también previsible. Nuestra sociedad se habría equiparado por fin, y con muchos años de antelación, con las más avanzadas del mundo.

Hoy quiero recordar también uno de los textos de Ortega, seguramente no de los más conocidos, ni tampoco de los más característicos de nuestro filósofo, pero sí tal vez, junto con los brindis y las descripciones de paisajes –sobre todo de Castilla– uno de los más deliciosos: Conversaciones en el golf.

Una especie de condensación absoluta de ideas y conceptos, la esencia de todo el sistema filosófico de un Ortega y Gasset que, como buen pensador, era también amante de los placeres de la vida

En ese breve artículo de El Espectador se reúne, con la maestría de un lenguaje elegante y certero, en una especie de condensación absoluta de ideas y conceptos, la esencia de todo el sistema filosófico de un Ortega y Gasset que, como buen pensador, era también amante de los placeres de la vida, de las hermosas mujeres, por supuesto, y también del buen borgoña acompañando un asado en su punto.

Nos cuenta cómo, en un mediodía radiante de febrero, unos amigos le llevan a almorzar en automóvil al golf de Madrid. No podía ser otro campo, aunque nada se diga, que el de Puerta de Hierro. De hecho, menciona el comentario de un diplomático inglés que afirmaba el acierto de haber levantado la capital de España tan cerca del golf. Los amigos del filósofo, que describe como hermosas ninfas y nuevos faunos, se asustan al ver la vida que éste lleva, siempre encerrado en una habitación, “sumergido en la niebla mágica del cigarro y sin más comunicación con la campiña que la sutil y metafórica existente entre las hojas de los libros y las de los árboles”. Pero Ortega les desengaña: nada hay de terrible en la vida que lleva y que es la que, como filósofo, le corresponde, de la misma manera que la vida que llevan los golfistas, como adinerados ociosos que son, es la única posible para sus amables amigos. Esta puntualización tan sencilla es la que permite que Ortega reflexione entonces sobre la idea asiática del dharma, mediante la que insinúa que es un error considerar la moral como un sistema de prohibiciones y deberes genéricos, el mismo para todos los individuos, o avanzando un paso más, recordar que, como afirmaba Diderot, la moral consiste más bien en una serie de inmoralidades profesionales. “El obispo vende sus bulas y hace muy bien. El comerciante engaña al parroquiano y hace también perfectamente”, nos dice Ortega. La inmoralidad comenzaría entonces, según explica a sus boquiabiertos oyentes del golf, cuando el comerciante vendiese bulas y el obispo engañase con el peso.

Ignacio Vázquez Moliní

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