sábado, noviembre 23, 2024
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Las geishas tristes

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Hay días en los que uno se cansa de las noticias sobre esta amarga actualidad que nos toca soportar, cocinadas con una mezcla de siniestras informaciones y de vanos comentarios, y culminadas casi siempre, para colmo de males, con un aderezo de cháchara insulsa. En esos momentos, es cuando uno se olvida de las guerras asesinas, de los pobres refugiados, de la situación patética en la que está inmersa Cataluña y hasta de la crisis interminable en la que vivimos, para perderse por esas ramas de las noticias, a la que tan aficionados somos, que son las informaciones inverosímiles.

Son noticias inesperadas, absurdas de alguna manera, que justifican la opinión de no pocos eruditos –encabezados por el profesor Vicente Granados– que defienden la pervivencia del surrealismo en muchos ámbitos de la vida colectiva y que, en el caso español, se pone todavía más de manifiesto al abrir las páginas de los periódicos. Una de ellas es la que se refiere a una tortilla de patatas gigante encargada por el anterior alcalde de Vitoria, al parecer con el afán no tanto de comérsela –intención que, aunque desaforada como la de Gargantúa, sería al fin loable– sino de conseguir batir no se sabe bien qué record extraño, que estaría en manos de no se sabe tampoco qué ciudad japonesa.

Lo realmente asombroso de la noticia, al parecer, se refiere a que, como no había huevos suficientes para elaborar una tortilla de un tamaño tal que saciara los desmedidos apetitos del alcalde de Vitoria, el consistorio decidió no satisfacer la correspondiente factura, que se elevaría a la fruslería de cincuenta mil euros de nada. Se supone que el cocinero, quien además, dado el tamaño del asunto, uno se imagina ayudado por multitud de pinches y mancebos, no se tomaría el desplante a la ligera y elevaría su enfado a más altas instancias, hasta acabar al fin en los tribunales del foro vasco.

Ahora bien, lo que no está nada claro es qué pudo pasar después con la famosa tortilla, si llegó o no a cuajar, si llevaba su poquito de cebolla, si se cortó en pinchos y desapareció en un santiamén ante la voracidad proverbial del público que asiste a estos espectáculos, o si por el contrario, el cocinero –oliéndole a chamusquina el cariz que el asunto iba tomando– amparado por esa multitud de ayudantes, recogió también junto con el menaje de cocina lo que de aprovechable había salido de tan descabellado experimento y, con enorme hatillo y mayor enfado, se volvió por donde había venido, pero eso sí, con aviesas intenciones.

Tampoco se sabe nada, y esto quizás sea lo más surrealista del asunto, sobre las motivaciones profundas que pudieron llevar a todo un señor alcalde de Vitoria, no ya a organizar semejante engendro culinario, sino a pensar por un instante que sería bueno para la hermosa capital vascongada disputar tan desdichado título. Es más, parece ser que al alcalde vitoriano no le tembló el pulso a la hora de remangarse y ponerse a los fogones. Crudelísimo, no paró siquiera mientes en el profundo desamparo y enorme tristeza en los que, caso de alzarse Vitoria con el triunfo, hubieran quedado las delicadas geishas de aquella desconocida ciudad nipona, una vez desprovistas para siempre de su afamado y para ellas –sutiles amantes del sushi– exótico récord de la mayor tortilla de patatas del mundo.

 

Ignacio Vázquez Moliní

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