Entre las cosas que pasan, y sobre las que en esta columna se escribe, a veces transcurre la vida. Y en ese transcurrir, el dramatismo de lo injusto se coloca ante nosotros y nosotras sin previo aviso, a veces en las últimas páginas de las noticias. Hoy escribo de algo terrible: nuestro derecho a morir con dignidad.
Una niña, con una enfermedad degenerativa e incurable, ha sido mantenida en vida artificial por un equipo médico que ignora la voluntad de la familia, el reconocimiento del juez a esa voluntad e, incluso, las decisiones de un Comité de Bioética.
El imperio de la ley que se nos aplica con dureza y firmeza en casi todos los aspectos de nuestra vida puede ser vulnerado por un equipo asistencial, de esos a los que gusta objetar, tener la sartén por el mango, y administrar el derecho a la dignidad y la vida de los demás.
Nadie debiera tener derecho a privarnos, ni a esa niña ni a ninguno de nosotros y nosotras, de una muerte digna
No importa si esa objeción se basa en criterios religiosos, que es de esperar, o de otro tipo: lo que importa es, simplemente, que nadie debiera tener derecho a privarnos, ni a esa niña ni a ninguno de nosotros y nosotras, de una muerte digna.
Sus padres han pedido, durante días, con apoyo judicial y del Comité de Bioética del Hospital, por cierto, el final de la alimentación artificial y una sedación paliativa. Debe ser terrible ver a alguien tan próximo morir, y debe ser terrible adoptar la decisión de pedir una muerte digna. Pero más terrible debe ser que un equipo asistencial, sin legitimidad, te condene al dolor y a alargar una muerte irreversible.
Es cierto que, finalmente, el equipo asistencial ha dado su brazo a torcer y aceptado la propuesta de la familia. Pero eso no resuelve el problema de centenares de casos similares. Vengo pues aquí a defender la eutanasia y el derecho al suicidio asistido.
Creo en el derecho de toda persona a defender nuestro derecho a la libertad de disponer de nuestro cuerpo. Lo defiendo en el caso de las mujeres a decidir sobre su maternidad; lo defiendo en el caso de los enfermos y enfermas terminales e irreversibles, a los que reconozco el derecho a morir pacíficamente y sin sufrimiento, si así lo desean.
Todos y todas los que gritan el derecho a la vida casi siempre desprecian lo penosamente que otros viven, por ejemplo, ignoran niños que morirán por no tener el fármaco contra la hepatitis o ignoran que en los Hospitales se retiran los inmunodepresores contra el cáncer.
No se puede obligar a nadie a vivir en toda clase de circunstancias: no es justo, no tiene que ver con las obligaciones del estado y, desde luego, no puede ser decidido por un grupo de objetores a los que se les ha encomendado la vida, no que alarguen la muerte.
No me cabe duda que ideas filosóficas de toda índole, especialmente religiosas, presiden la voluntad de estos y estas objetores. Pero la gestión pública del derecho a la vida solo puede estar presidida por el laicismo y la ética y, en ningún caso, por creencias místicas de cualquier naturaleza.
El Partido Popular modificó la Ley de autonomía del paciente para dar más poder de derecho a los médicos. La derecha ha hecho nacer un “derecho de cumplimiento de deber” y “estado de necesidad”, para salvaguardar la vida en detrimento de los representantes legales o las personas vinculadas por razones familiares a los enfermos y enfermas.
Esta preeminencia del derecho de los profesionales sobre el de las familias y los enfermos terminales es la que el Ministro Alonso ha defendido para negar el derecho a una muerte digna.
La modificación del artículo 143 del Código Penal para despenalizar la eutanasia y el suicidio asistido es un reto pendiente que la legislación española debe abordar. Holanda, Bélgica o Luxembugro, países poco sospechosos de cultura poco democrática o poco respetuosa con los derechos humanos lo han hecho.
Existen numerosas asociaciones que defienden el derecho a morir dignamente. Les remito a ellas que argumentarán mejor que yo. Pero déjenme que concluya afirmando el derecho a una muerte digna.
Libertad Martínez